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018-El último hombre-1 28/11/07 13:59 Página 1 - Cermi

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<strong>018</strong>-<strong>El</strong> <strong>último</strong> <strong>hombre</strong>-2 <strong>28</strong>/<strong>11</strong>/<strong>07</strong> <strong>11</strong>:58 <strong>Página</strong> 3<strong>59</strong><br />

<strong>El</strong> <strong>último</strong> <strong>hombre</strong><br />

cia de su preocupación: su alma misma era ternura; esperaba no<br />

sobrevivirme si se convertía en presa de la vasta calamidad, y<br />

aquella idea, a veces, le proporcionaba algún alivio. Durante muchos<br />

años habíamos transitado por la senda de la vida cogidos de<br />

la mano, y unidos de ese modo nos adentraríamos en las tinieblas<br />

de la muerte. Pero era un consuelo para ella saber que sus hijos,<br />

sus encantadores, juguetones y alegres hijos –seres nacidos de sus<br />

entrañas, porciones de su ser, depositarios de nuestro amor–, incluso<br />

si nosotros moríamos, seguirían participando en la carrera<br />

acostumbrada del <strong>hombre</strong>. Mas no sería así. Jóvenes y esplendorosos<br />

como eran, morirían, y se verían apartados para siempre de<br />

las esperanzas de la madurez, del orgulloso nombre de la hombría<br />

alcanzada. A menudo, con afecto maternal ella se había dedicado<br />

a imaginar los méritos y talentos que poseerían en todas<br />

las etapas de su vida. ¡Ay de esos <strong>último</strong>s días! <strong>El</strong> mundo había<br />

envejecido y todos sus habitantes participaban de su decrepitud.<br />

¿Para qué hablar de infancia, edad adulta o vejez? Todos compartíamos<br />

por igual los <strong>último</strong>s estertores de una naturaleza ajada<br />

por el tiempo. Llegados al mismo estadio de la edad del mundo,<br />

no existían diferencias entre nosotros. Los nombres para<br />

designar a padres y a hijos habían perdido su significado; los muchachos<br />

y las doncellas se hallaban al mismo nivel que los <strong>hombre</strong>s.<br />

Todo esto era cierto, pero no por ello resultaba menos doloroso<br />

llegar a casa con la advertencia.<br />

¿Adónde podíamos volvernos para no encontrar una desolación<br />

preñada con la siniestra lección del ejemplo? Los campos habían<br />

dejado de cultivarse, las malas hierbas y las flores más raras<br />

surgían en ellos. Y allí donde los escasos trigales mostraban las<br />

esperanzas vivas del granjero, la labor había quedado a medio<br />

terminar, pues el labrador había muerto junto a su arado. Los caballos<br />

habían abandonado sus cercados y los vendedores de semillas<br />

no se acercaban a los muertos. <strong>El</strong> ganado, desatendido, vagaba<br />

por los campos y los caminos. Los mansos habitantes de los<br />

corrales, desprovistos de su ración diaria, se habían asilvestrado;<br />

los corderos jóvenes descansaban sobre arriates de flores y las vacas<br />

se recogían en los salones del placer. Enfermas y escasas, las<br />

gentes del campo ya no acudían a sembrar ni a cosechar y pasea-<br />

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