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018-El último hombre-1 28/11/07 13:59 Página 1 - Cermi

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<strong>018</strong>-<strong>El</strong> <strong>último</strong> <strong>hombre</strong>-2 <strong>28</strong>/<strong>11</strong>/<strong>07</strong> <strong>11</strong>:58 <strong>Página</strong> 432<br />

Mary Shelley<br />

los aposentos ocupados por mis hijos. Recurro al plural, pues<br />

eran las más tiernas emociones de la paternidad las que me unían<br />

a Clara, que había cumplido ya catorce años. La pena, y una<br />

comprensión profunda de lo que sucedía a su alrededor, aplacaban<br />

el espíritu inquieto de su juventud, y el recuerdo de su padre,<br />

al que idolatraba, así como el respeto que sentía por Adrian y por<br />

mí, imbuía su joven corazón de un gran sentido de la responsabilidad.<br />

Mas, aunque seria, no era una muchacha triste. <strong>El</strong> deseo<br />

impaciente que nos hace a todos, cuando somos jóvenes, ahuecar<br />

las alas y estirar los cuellos, para alcanzar más deprisa la madurez,<br />

se veía en ella tamizado por sus precoces experiencias. Si, tras<br />

entregarse al recuerdo amado de sus padres y dedicarse al cuidado<br />

de sus familiares vivos, le sobraba algo de dedicación, se la entregaba<br />

a la religión, que era la ley oculta que gobernaba su alma,<br />

pues la escondía con reserva infantil y la atesoraba más por ser<br />

secreta. ¿Qué fe hay más entera, qué caridad más pura, qué esperanza<br />

más ferviente que las de la primera juventud? Y ella, toda<br />

amor, ternura y confianza; ella, que desde la infancia había sido<br />

arrojada al mar bravío de la pasión y la desgracia, veía la mano<br />

de la aparente divinidad en todo, y su mayor esperanza era hacerse<br />

digna del poder que veneraba. Evelyn, por su parte, sólo tenía<br />

cinco años. Su corazón contento no conocía la tristeza y animaba<br />

nuestra casa con la alegría propia de su edad.<br />

La anciana condesa de Windsor había descendido desde su<br />

sueño de poder, rango y grandeza y, repentinamente, había abrazado<br />

la convicción de que el amor era lo único bueno de la vida,<br />

y la virtud la única distinción noble, el único bien valioso. Aquella<br />

lección la había aprendido de los labios muertos de la hija a la<br />

que había abandonado, y ahora, con la fiera intensidad de su carácter,<br />

se dedicaba en cuerpo y alma a obtener el amor de los<br />

miembros vivos de su familia. En los primeros años de su vida, el<br />

corazón de Adrian se había mostrado gélido con ella. Y aunque<br />

le demostraba el debido respeto, la frialdad de su madre, combinada<br />

con el recuerdo de la decepción y la locura, le habían llevado<br />

a sentir incluso dolor en su presencia. Era consciente de ello y,<br />

decidida como estaba a obtener su afecto, aquel obstáculo no hacía<br />

sino alimentar en mayor medida sus pretensiones. Así como<br />

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