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018-El último hombre-1 28/11/07 13:59 Página 1 - Cermi

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<strong>018</strong>-<strong>El</strong> <strong>último</strong> <strong>hombre</strong>-2 <strong>28</strong>/<strong>11</strong>/<strong>07</strong> <strong>11</strong>:58 <strong>Página</strong> 314<br />

Mary Shelley<br />

mí al ver la frialdad y la rapidez con que trasladaban a los muertos<br />

desde las salas comunes hasta una estancia cuya puerta entreabierta<br />

dejaba ver gran número de cadáveres, visión monstruosa<br />

para alguien no acostumbrado a tales escenas. Nos condujeron a<br />

las dependencias a la que habían llevado a su esposo tras su ingreso<br />

y donde, según la enfermera, seguía aún, aunque no sabía<br />

si con vida. La mujer empezó a recorrer la estancia, cama por<br />

cama, hasta que en un extremo, tendida en un camastro, distinguió<br />

a una criatura escuálida y demacrada que agonizaba sometida<br />

a la tortura de la infección. Se abalanzó sobre él y lo abrazó,<br />

agradeciendo a Dios que le hubiera conservado la vida.<br />

<strong>El</strong> entusiasmo que le infundía semejante alegría la cegaba también<br />

ante los horrores que se mostraban a su alrededor, pero a mí<br />

éstos me resultaban intolerables. Los efluvios que flotaban en<br />

aquella sala encogían mi corazón en dolorosos espasmos. Se llevaban<br />

a los muertos y traían a los enfermos con idéntica indiferencia.<br />

Algunos de éstos gritaban de dolor, otros se reían, presas<br />

de los delirios. A algunos los acompañaban familiares llorosos;<br />

otros llamaban con voces desgarradoras y tiernas o con tonos de<br />

reproche a sus amigos ausentes. Las enfermeras iban de cama en<br />

cama, imágenes encarnadas de la desesperación, el abandono y la<br />

muerte. Incapaz de soportarlo por más tiempo, entregué unas<br />

monedas de oro a mi desgraciada acompañante, la encomendé al<br />

cuidado de las enfermeras y sin más demora abandoné el hospital.<br />

Pero mi imaginación, atormentándome, no dejaba de recrear<br />

imágenes de mis seres queridos postrados en aquellos lechos, desatendidos<br />

de ese modo. <strong>El</strong> país no podía permitirse tanto horror.<br />

Muchos desventurados morían solos en los campos, y en una<br />

ocasión hallé a un único superviviente en un pueblo desierto, luchando<br />

contra el hambre y la infección. Con todo, la asamblea de<br />

la peste, el salón de los banquetes de la muerte, se reunía sólo en<br />

Londres.<br />

Seguí caminando, con el corazón en un puño. Las dolorosas<br />

emociones me impedían toda concentración. De pronto me hallé<br />

frente al teatro de Drury Lane. La obra que se representaba era<br />

Macbeth, y el actor más importante de la época ejercía sus poderes<br />

para adormecer al público y distraerlo de sus pesares. Yo mis-<br />

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