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018-El último hombre-1 28/11/07 13:59 Página 1 - Cermi

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<strong>018</strong>-<strong>El</strong> <strong>último</strong> <strong>hombre</strong>-1 <strong>28</strong>/<strong>11</strong>/<strong>07</strong> <strong>13</strong>:<strong>59</strong> <strong>Página</strong> 250<br />

Mary Shelley<br />

a él en rango, la cortesía y el refinamiento se convertirían en derechos<br />

de cuna de todos los ciudadanos. Que Inglaterra no imagine<br />

que podrá vivir sin sus nobles, nobleza verdadera de la naturaleza,<br />

que lleva su patente en su conducta digna, que desde la<br />

cuna se eleva sobre sus demás congéneres, porque son mejores<br />

que el resto. Entre la raza de los <strong>hombre</strong>s independientes, generosos<br />

y cultivados, en un país en que la imaginación es emperatriz<br />

de las mentes de los <strong>hombre</strong>s, no ha de temerse que queramos<br />

una sucesión perpetua de nobles y personas de alcurnia. Sin embargo,<br />

ese partido, que apenas podía considerarse una minoría en<br />

el reino, que constituía el ornamento de la columna, «el capitel<br />

corintio de la sociedad pulida»,* apelaba a prejuicios sin fin, a<br />

viejos vínculos y a esperanzas jóvenes; a la expectativa de miles<br />

que tal vez un día se convirtieran en pares; azuzaban un espantapájaros,<br />

el espectro de todo lo que era sórdido, mecánico y bajo<br />

en las repúblicas comerciales.<br />

La peste había llegado a Atenas. Cientos de residentes ingleses<br />

regresaron a su país. Los adorados atenienses de Raymond, el<br />

pueblo noble y libre de la más divina ciudad griega, caían como<br />

mazorcas de maíz maduro bajo la implacable hoz de su adversario.<br />

Sus agradables lugares quedaban desiertos. Sus templos y palacios<br />

se convertían en tumbas. Sus esfuerzos, hasta entonces<br />

orientados a los objetos más altos de la ambición humana, se<br />

veían obligados a converger en un mismo punto: la protección<br />

contra la lluvia de flechas de la plaga.<br />

En cualquier otro momento el desastre hubiera despertado una<br />

profunda compasión entre nosotros. Pero en aquellos meses pasó<br />

desapercibido, enfrascados como estábamos en la inminente controversia.<br />

No era así en mi caso, y las cuestiones sobre rango y derecho<br />

se tornaban insignificantes a mis ojos cuando imaginaba la<br />

escena de la sufriente Atenas. Había oído hablar de la muerte de<br />

hijos únicos; de maridos y esposas que se profesaban gran devoción;<br />

del desgarro de unos lazos que, al romperse, arrancaban los<br />

corazones, de amigos que perdían a amigos, de madres jóvenes<br />

que perdían a sus hijos recién nacidos. Y todas aquellas conmove-<br />

* Reflexiones sobre la Revolución francesa, Edmund Burke. (N. del T.)<br />

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