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018-El último hombre-1 28/11/07 13:59 Página 1 - Cermi

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<strong>018</strong>-<strong>El</strong> <strong>último</strong> <strong>hombre</strong>-2 <strong>28</strong>/<strong>11</strong>/<strong>07</strong> <strong>11</strong>:58 <strong>Página</strong> 293<br />

<strong>El</strong> <strong>último</strong> <strong>hombre</strong><br />

sastrosa. En ellas no había un Adrian que supervisara y dirigiera<br />

y bandadas de pobres contraían la enfermedad y perecían.<br />

Pero no íbamos a morir todos. En realidad, aunque diezmada,<br />

la raza del <strong>hombre</strong> perduraría, y con los años la gran plaga se<br />

convertiría en tema de asombro y estudio histórico. Sin duda<br />

aquella epidemia era inédita en cuanto a extensión, y por ello resultaba<br />

más necesario que nunca que tratáramos de frenar su<br />

avance. Antes esos mismos <strong>hombre</strong>s salían por diversión a matarse<br />

a miles, a decenas de miles; pero ahora el <strong>hombre</strong> se había<br />

convertido en criatura escasa, preciada. La vida de uno solo valía<br />

más que los llamados tesoros de los reyes. Contemplad ese rostro<br />

pensante, esos miembros gráciles, esa frente majestuosa, ese mecanismo<br />

asombroso... <strong>El</strong> prototipo, el modelo de la mejor obra<br />

de Dios, no puede arrinconarse como una vasija rota. Perdurará,<br />

y sus hijos y los hijos de sus hijos llevarán el nombre y la forma<br />

del <strong>hombre</strong> hasta el fin de los tiempos.<br />

Sobre todo debía ocuparme de aquéllos que la naturaleza y el<br />

destino me habían concedido para su custodia. Y, sin duda, si<br />

entre mis congéneres debía escoger a los que pudieran erigirse en<br />

ejemplos humanos de grandeza y bondad, no escogería sino a los<br />

unidos a mí por los lazos más sagrados. De toda la familia humana<br />

algunos miembros debían sobrevivir, y su supervivencia<br />

iba convertirse en mi misión; cumplirla a costa de mi vida era<br />

apenas un pequeño sacrificio. Así, allí en el castillo –en el castillo<br />

de Windsor, lugar de nacimiento de Idris y mis hijos– se hallaría<br />

la ensenada, el refugio de aquel tablón salvado del naufragio<br />

que era la sociedad humana. Su bosque sería nuestro mundo, su<br />

jardín nos proporcionaría sustento. Dentro de sus muros instauraría<br />

el reino de la salud. Yo era un descastado, un vagabundo,<br />

cuando Adrian arrojó sobre mí la red plateada del amor y la civilización,<br />

uniéndome inextricablemente a la caridad y la excelencia<br />

humanas. Yo era alguien que, aunque aspirante a la bondad y<br />

fervoroso amante de la sabiduría, todavía no me había enrolado<br />

en ninguna misión digna de mérito cuando Idris, de principesca<br />

cuna, personificación de todo lo que en una mujer había de divino;<br />

ella, que caminaba por la tierra como el sueño de un poeta,<br />

como diosa esculpida y dotada de sentidos, como santa pintada<br />

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