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018-El último hombre-1 28/11/07 13:59 Página 1 - Cermi

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<strong>018</strong>-<strong>El</strong> <strong>último</strong> <strong>hombre</strong>-1 <strong>28</strong>/<strong>11</strong>/<strong>07</strong> <strong>13</strong>:<strong>59</strong> <strong>Página</strong> 199<br />

<strong>El</strong> <strong>último</strong> <strong>hombre</strong><br />

si bien en su pelo, ligeramente teñido de gris, y en su mirada, serena<br />

incluso en la impaciencia, se leían los años y los sufrimientos<br />

vividos, había no obstante algo conmovedor en alguien que,<br />

recientemente arrebatado de las garras de la muerte, reemprendía<br />

su carrera negándose a doblegarse a la enfermedad y al desastre.<br />

Los atenienses no veían en él, como antes, al joven heroico ni al<br />

<strong>hombre</strong> desesperado dispuesto a morir por ellos, sino al comandante<br />

prudente que, por el bien de ellos, cuidaba de su propia<br />

vida y ponía en segundo plano sus tendencias guerreras a favor<br />

del plan de acción que desde las instancias políticas se hubiera<br />

trazado.<br />

La ciudad toda nos acompañó durante varias millas. A nuestra<br />

llegada, hacía un mes, nos había recibido silenciada por la<br />

tristeza y el miedo, pero el día de nuestra partida fue una fiesta<br />

para todos. Los gritos resonaban en el aire y las ropas pintorescas,<br />

de vivos colores, brillaban al sol. Los gestos expresivos y las<br />

palabras rápidas de los lugareños se correspondían con su aspecto<br />

indómito. Raymond estaba en boca de todos, era la esperanza<br />

de toda esposa, madre o prometida cuyo esposo, hijo o novio, integrado<br />

en el ejército griego, debía ser conducido por él a la victoria.<br />

A pesar del azaroso objeto de nuestro viaje, mientras recorríamos<br />

los valles y las colinas de aquel país divino constatábamos<br />

que los intereses románticos eran muchos. Raymond se sentía<br />

inspirado por las intensas sensaciones suscitadas por su salud recobrada.<br />

Se daba cuenta de que, al ser general de los atenienses,<br />

ocupaba un cargo digno de su ambición, y que en su esperanza de<br />

tomar Constantinopla participaba en un acontecimiento que resultaría<br />

trascendental durante siglos, una hazaña inigualada en<br />

los anales del <strong>hombre</strong>, cuando una ciudad de tan grandes resonancias<br />

históricas, la belleza de cuya ubicación era la maravilla<br />

del mundo, y que durante muchos cientos de años había sido plaza<br />

fuerte de los musulmanes, fuera liberada de la esclavitud y la<br />

barbarie y devuelta a un pueblo ilustre por su genio, su civilización<br />

y su espíritu de libertad. Perdita reposaba en su recobrada<br />

compañía, en su amor, en sus esperanzas y su fama, como un sibarita<br />

sobre su lujoso triclinio. Todos sus pensamientos eran com-<br />

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