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018-El último hombre-1 28/11/07 13:59 Página 1 - Cermi

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<strong>018</strong>-<strong>El</strong> <strong>último</strong> <strong>hombre</strong>-1 <strong>28</strong>/<strong>11</strong>/<strong>07</strong> <strong>13</strong>:<strong>59</strong> <strong>Página</strong> 101<br />

<strong>El</strong> <strong>último</strong> <strong>hombre</strong><br />

–Esto es Englefield Green. Ahí está la posada. Pero, querida<br />

Idris, si alguien te ve en estas circunstancias, tus enemigos no tardarán<br />

en saber de nuestra huida. ¿No sería mejor que fuera yo<br />

solo a tomar el carruaje? Te dejaré a buen recaudo mientras tanto,<br />

y regresaré a ti de inmediato.<br />

Convino en la sensatez de mis palabras, y permitió que hiciera<br />

con ella lo que considerara mejor. Observé que la puerta de<br />

una pequeña casa estaba entreabierta, la abrí y, con algo de paja<br />

esparcida en el suelo, formé un colchón, tendí su exhausto cuerpo<br />

sobre él y la cubrí con mi capa. Temía dejarla sola, pues estaba<br />

exangüe y desmayada, pero no tardó en recobrar la energía y,<br />

con ella, el miedo. Volvió a implorarme que no me demorara.<br />

Despertar a los que se ocupaban de la posada y obtener el carruaje<br />

y los caballos me llevó bastantes minutos, todos ellos<br />

como si fueran siglos. Avancé un poco con el vehículo, esperé a<br />

que los encargados de la posada se retiraran y ordené al muchacho<br />

de la posta que detuviera el carruaje en el lugar en que aguardaba<br />

en pie Idris, impaciente y más recuperada. La subí al coche,<br />

asegurándole que, con nuestros cuatro caballos, seguramente llegaríamos<br />

a Londres antes de las cinco de la mañana, hora a la<br />

que, cuando fueran a buscarla, descubrirían su desaparición. Le<br />

rogué que se calmara y se echó a llorar. Las lágrimas la aliviaron<br />

un poco, y poco después empezó a referirme su relato de temor y<br />

peligro.<br />

Esa misma noche, tras la partida de Adrian, su madre había<br />

tratado de disuadirla de la conveniencia de nuestra relación. En<br />

vano expuso sus motivos, sus amenazas, sus airadas críticas. Parecía<br />

considerar que, por mi culpa, ella había perdido a Raymond.<br />

Yo era la influencia maligna de su vida. Me acusó incluso<br />

de haber aumentado y confirmado la loca y vil apostasía de<br />

Adrian respecto de toda idea de avance y grandeza. Y ahora ese<br />

montañés miserable que yo era pretendía robarle a su hija. En<br />

ningún momento, según me contó Idris, la encolerizada señora se<br />

dignó recurrir a la amabilidad ni a la persuasión. De haberlo hecho,<br />

la labor de resistencia habría resultado exquisitamente dolorosa.<br />

Pero, de ese otro modo, la dulce muchacha, de naturaleza<br />

generosa, se vio obligada a defenderme y a aliarse con mi denos-<br />

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