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018-El último hombre-1 28/11/07 13:59 Página 1 - Cermi

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<strong>018</strong>-<strong>El</strong> <strong>último</strong> <strong>hombre</strong>-2 <strong>28</strong>/<strong>11</strong>/<strong>07</strong> <strong>11</strong>:58 <strong>Página</strong> 494<br />

Mary Shelley<br />

Arriamos las velas, salvamos un foque y en cuanto pudimos<br />

variamos el rumbo e, impulsados por el viento, nos dirigimmos<br />

a la costa italiana. La noche negra lo confundía todo y apenas<br />

discerníamos las crestas de las olas asesinas, excepto cuando los<br />

relámpagos creaban un breve mediodía y se bebían la tiniebla,<br />

mostrándonos el peligro que nos acechaba, antes de devolvernos<br />

a una oscuridad duplicada. Ninguno de los tres hablaba, salvo<br />

cuando Adrian, al timón, nos transmitía alguna palabra de ánimo.<br />

Nuestra pequeña cáscara de nuez obedecía sus órdenes con<br />

precisión milagrosa y avanzaba sobre las olas como si, hija del<br />

mar, su airada madre protegiera a su criatura, que se encontraba<br />

en peligro.<br />

Yo iba sentado en la proa, observando nuestro avance, cuando<br />

súbitamente oí que las olas rompían con furia redoblada. Sin<br />

duda nos hallábamos cerca de la costa. En el instante mismo en<br />

que gritaba: «¡Por allí!», el resplandor de un relámpago prolongado<br />

llenó el cielo y nos mostró durante unos instantes la playa<br />

plana que se extendía ante nosotros, la arena fina e incluso los cañaverales<br />

bajos y salpicados de agua salada que crecían donde no<br />

alcanzaba la marea. La negrura regresó al momento y suspiramos<br />

con el mismo alivio de quien, mientras fragmentos de roca volcánica<br />

oscurecen el aire, ve una gran lengua surcando la tierra, muy<br />

cerca de sus pies. No sabíamos qué hacer, las olas, aquí y allá, por<br />

todas partes, nos rodeaban, rugían y rodaban, nos salpicaban el<br />

rostro. Con considerable dificultad, exponiéndonos a un gran peligro,<br />

finalmente logramos alterar nuestro curso y quedamos encarados<br />

hacia la orilla. Advertí a mis compañeros de que se prepararan<br />

para el naufragio de nuestro pequeño caique y les insté a<br />

que se agarraran a algún remo o palo lo bastante grande como<br />

para mantenerlos a flote. Yo era un excelente nadador; la mera<br />

visión del mar solía provocarme las sensaciones que experimenta<br />

un cazador cuando oye el griterío de una jauría de perros; adoraba<br />

sentir las olas envolviéndome, tratando de revolcarme mientras<br />

yo, señor de mí mismo, me movía hacia un lado o hacia el<br />

otro a pesar de sus coléricos embates. También Adrian sabía nadar,<br />

pero su debilidad física le impedía disfrutar del ejercicio o<br />

mejorar con la práctica. Mas, ¿qué resistencia podía oponer el<br />

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