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018-El último hombre-1 28/11/07 13:59 Página 1 - Cermi

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<strong>018</strong>-<strong>El</strong> <strong>último</strong> <strong>hombre</strong>-1 <strong>28</strong>/<strong>11</strong>/<strong>07</strong> <strong>13</strong>:<strong>59</strong> <strong>Página</strong> 252<br />

Mary Shelley<br />

tierra, y huían sin saber dónde. Los ciudadanos sentían un gran<br />

temor ante la convulsión que «arrojaba leones a las calles»;* pájaros,<br />

águilas de poderosas alas, cegadas de pronto, caían en los<br />

mercados, mientras los búhos y los murciélagos hacían su aparición,<br />

saludando a la noche precoz. Gradualmente el objeto del temor<br />

fue hundiéndose en el horizonte, y hasta el final irradió sus<br />

haces oscuros en un aire por lo demás transparente. Ese fue el relato<br />

que nos llegó de Asia, del extremo oriental de Europa y de<br />

África, desde un lugar tan lejano como la Costa de Oro.<br />

Tanto si la historia era verdadera como si no, sus consecuencias<br />

fueron indudables. Por toda Asia, desde las orillas del Nilo<br />

hasta las costas del mar Caspio, desde el Helesponto hasta el mar<br />

de Omán, se propagó el pánico. Los <strong>hombre</strong>s llenaban las mezquitas;<br />

las mujeres, cubiertas con sus velos, acudían apresuradamente<br />

a las tumbas a depositar ofrendas a los muertos para que<br />

protegieran a los vivos. Todos se olvidaron de la peste, pues el<br />

nuevo temor lo causaba aquel sol negro. Y, aunque las muertes se<br />

multiplicaron y las calles de Ispahán, Pequín y Delhi se llenaban<br />

de cadáveres infestados de pestilencia, los <strong>hombre</strong>s pasaban junto<br />

a ellos, observando el cielo en busca de malos presagios, sin<br />

prestar atención a la muerte que tenían bajo los pies. Los cristianos<br />

acudían a sus iglesias; doncellas cristianas, incluso durante la<br />

fiesta de las rosas, se vestían de blanco y se tocaban con velos brillantes,<br />

y en largas procesiones acudían a los lugares consagrados<br />

a su religión, llenando el aire con sus himnos; entonces, de los labios<br />

de alguna pobre plañidera entre la multitud ascendía un grito<br />

de dolor y el resto alzaba la vista al cielo, imaginando que veía<br />

alas de ángeles que volaban sobre la tierra, lamentando los desastres<br />

que estaban a punto de abatirse sobre la humanidad.<br />

En la soleada Persia, en las ciudades atestadas de la China, entre<br />

los matorrales aromáticos de Cachemira, por las costas meridionales<br />

del Mediterráneo, sucedían tales cosas. Incluso en Grecia<br />

la historia del sol de las tinieblas acrecentaba los temores y la<br />

desesperación de la multitud agonizante. Nosotros, en nuestra<br />

isla neblinosa, nos hallábamos muy lejos del peligro, y lo único<br />

* Antonio y Cleopatra, acto V, escena 1, William Shakespeare. (N. del T.)<br />

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