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018-El último hombre-1 28/11/07 13:59 Página 1 - Cermi

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<strong>018</strong>-<strong>El</strong> <strong>último</strong> <strong>hombre</strong>-2 <strong>28</strong>/<strong>11</strong>/<strong>07</strong> <strong>11</strong>:58 <strong>Página</strong> 453<br />

<strong>El</strong> <strong>último</strong> <strong>hombre</strong><br />

tiempo para la reflexión o la duda, abandoné Villeneuve-la-Guiard<br />

camino de Versalles.<br />

Me alegraba de escapar de mi tropa rebelde, perder de vista<br />

por un tiempo aquella lucha del bien y el mal en la que éste siempre<br />

salía victorioso. Ignorar la suerte de Adrian me llevaba casi a<br />

la locura, y no me importaba nada salvo lo que pudiera sucederle<br />

a mi amigo. Con el corazón en un puño, buscando alivio en la<br />

rapidez de mi avance, cabalgaba de noche hacia Versalles. Espoleaba<br />

a mi caballo, que corría con absoluta libertad alzando orgulloso,<br />

la cabeza. Las constelaciones pasaban velozmente sobre<br />

mi cabeza, los árboles, las piedras, los hitos, quedaban atrás en<br />

mi veloz carrera. Llevaba la cabeza descubierta y el viento bañaba<br />

mi frente con delicioso frescor. Al perder de vista Villeneuvela-Guiard<br />

olvidé el drama triste de la miseria humana, me pareció<br />

que para la felicidad bastaba con vivir, sensible siempre a la<br />

belleza de la tierra cubierta de verdor, del cielo cuajado de estrellas,<br />

del viento indómito que todo lo animaba. <strong>El</strong> caballo se cansaba<br />

y yo, sin prestar atención a su fatiga, lo animaba con mi voz,<br />

lo azuzaba con las espuelas. Se trataba de un animal gallardo y<br />

no deseaba cambiarlo por ningún otro que el azar pusiera en mi<br />

camino, abandonándolo para no verlo más. Avanzamos durante<br />

toda la noche. De mañana, mi montura se percató de que nos<br />

aproximábamos a Versalles y, para alcanzar su morada, hizo acopio<br />

de sus escasas fuerzas. La distancia que habíamos recorrido<br />

no era inferior a las cincuenta millas, y sin embargo recorrió los<br />

largos bulevares veloz como una flecha. Pobre animal: cuando<br />

desmonté, a las puertas del palacio, cayó de rodillas, los ojos cubiertos<br />

de una película traslúcida, se echó de costado, jadeante, y<br />

no tardó en morir. Lo vi expirar presa de una angustia que ni yo<br />

mismo lograba explicarme, pues la tortura de sus <strong>último</strong>s estertores<br />

me resultó, aunque breve, del todo intolerable. Aun así, lo<br />

abandoné para cruzar el gran portal abierto, subí la escalinata señorial<br />

de aquel castillo de victorias y oí la voz de Adrian.<br />

¡Oh, necio! ¡Oh ser afeminado y despreciable! Oí su voz y estallé<br />

en sollozos y convulsiones. Entré a toda prisa en el Salón de<br />

Hércules, donde él se encontraba, rodeado por una multitud cuyos<br />

ojos, vueltos con asombro hacia mí, me recordaron que en el<br />

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