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018-El último hombre-1 28/11/07 13:59 Página 1 - Cermi

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<strong>018</strong>-<strong>El</strong> <strong>último</strong> <strong>hombre</strong>-1 <strong>28</strong>/<strong>11</strong>/<strong>07</strong> <strong>13</strong>:<strong>59</strong> <strong>Página</strong> 232<br />

Mary Shelley<br />

témoslo del polvo común para que en tiempos venideros los <strong>hombre</strong>s<br />

puedan señalar su tumba sagrada y decir que es suya. Después<br />

ya pensaré en otras cosas, en el nuevo rumbo de mi vida, o<br />

en aquello que el destino, en su cruel tiranía, me haya dispuesto.<br />

Tras reposar un rato decidí partir para satisfacer sus deseos.<br />

Pero antes se nos unió Clara, cuya palidez y mirada asustada denotaban<br />

la honda impresión que la pena había causado en su joven<br />

mente. Parecía alterada por algo que no era capaz de expresar<br />

con palabras. Pero, aprovechando una ausencia de Perdita, me<br />

suplicó que la llevase hasta donde pudiera contemplar la puerta<br />

por la que su padre había entrado en Constantinopla. Me prometió<br />

no cometer ninguna extravagancia, mostrarse dócil en<br />

todo momento y regresar de inmediato. No pude negarme; Clara<br />

no era una niña cualquiera. Su sensatez e inteligencia ya le habían<br />

conferido los derechos de una mujer adulta. De modo que, llevándola<br />

sentada ante mí, en mi caballo, asistidos sólo por el sirviente<br />

que debía llevarla de regreso, nos dirigimos a Top Kapou.<br />

Encontramos a un grupo de soldados congregados. Escuchaban<br />

algo con gran atención.<br />

–¡Son gritos humanos! –dijo uno.<br />

–Más bien parecen aullidos de perro –replicó otro.<br />

Y volvieron a concentrarse para distinguir aquellos lamentos<br />

lejanos que provenían del interior de la ciudad en ruinas.<br />

–Esa, Clara –dije yo–, es la puerta, y esa la calle por la que tu<br />

padre cabalgó ayer, de mañana.<br />

Fuera la que fuese la intención de la pequeña cuando me pidió<br />

que la llevara conmigo, la presencia de los soldados la arredró.<br />

Con mirada intensa contempló el laberinto de escombros humeantes<br />

que había sido la ciudad y expresó su disposición a regresar<br />

a casa. En aquel instante un lamento melancólico llegó a nuestros<br />

oídos, y se repitió al instante.<br />

–¡Oíd! –exclamó Clara–. Está ahí. Es Florio, el perro de mi<br />

padre.<br />

A mí me resultaba inconcebible que fuera capaz de reconocer<br />

el sonido, pero ella insistió hasta que se ganó el crédito de los allí<br />

presentes. Sería, al menos, una buena acción rescatar a aquel ser<br />

que sufría, fuera humano o animal, de la desolación de la ciudad.<br />

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