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018-El último hombre-1 28/11/07 13:59 Página 1 - Cermi

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<strong>018</strong>-<strong>El</strong> <strong>último</strong> <strong>hombre</strong>-1 <strong>28</strong>/<strong>11</strong>/<strong>07</strong> <strong>13</strong>:<strong>59</strong> <strong>Página</strong> 234<br />

Mary Shelley<br />

lúgubre se correspondía con lo exangüe de su estado. Cortamos<br />

unas ramas de los árboles fúnebres, las colocamos sobre él y encima<br />

de ellas depositamos su espada. Ordené que un guardia permaneciera<br />

allí, custodiando aquel tesoro de polvo, y que hubiera<br />

antorchas siempre encendidas.<br />

Cuando me reuní de nuevo con Perdita, supe que ya había<br />

sido informada del éxito de mi misión. Él, su amado, el único y<br />

eterno objeto de su ternura y su pasión, le había sido devuelto.<br />

Pues en esos términos exaltados se expresaba su entusiasmo.<br />

¡Qué importaba que aquellos miembros ya no se movieran, que<br />

aquellos labios ya no pudieran articular expresiones de sabiduría<br />

y amor! ¡Qué importaba que, como el alga arrancada del mar estéril,<br />

fuera presa de la corrupción! Seguía siendo el mismo cuerpo<br />

que había acariciado, y aquellos eran los mismos labios que se<br />

habían unido a los suyos, que habían bebido el espíritu del amor<br />

mezclados con su aliento. Aquél era el mismo mecanismo terrenal<br />

de barro efímero que ella llamaba suyo. Sí, era cierto, ella deseaba<br />

ya iniciar otra vida, el espíritu ardiente del amor le parecía<br />

inextinguible en la eternidad. Pero en ese momento, con devoción<br />

humana, se aferraba a todo lo que sus sentidos le permitieran ver<br />

y sentir de una parte de Raymond.<br />

Pálida como el mármol, blanca, resplandeciente como él, escuchó<br />

mi relato y me preguntó por el lugar en el que había depositado<br />

el cuerpo. Su semblante había perdido el rictus del dolor.<br />

Sus ojos habían recuperado el brillo y se diría que todo su ser se<br />

había ensanchado. No obstante, la excesiva palidez de su piel,<br />

casi transparente, y una cierta oquedad en su voz, revelaban que<br />

no era la tranquilidad, sino el exceso de emoción lo que causaba<br />

la serenidad aparente que bañaba su rostro. Le pregunté dónde<br />

debía ser enterrado.<br />

–En Atenas. En la Atenas que amaba. Fuera de la ciudad, en el<br />

monte Himeto, existe un repecho rocoso que me indicó como el<br />

lugar en el que deseaba reposar.<br />

Mi único deseo, ciertamente, era que no se moviera del lugar<br />

donde ahora reposaba. Pero la voluntad de Perdita, claro está,<br />

debía cumplirse, y le rogué que se preparara sin tardanza para<br />

nuestra partida.<br />

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