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018-El último hombre-1 28/11/07 13:59 Página 1 - Cermi

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<strong>018</strong>-<strong>El</strong> <strong>último</strong> <strong>hombre</strong>-1 <strong>28</strong>/<strong>11</strong>/<strong>07</strong> <strong>13</strong>:<strong>59</strong> <strong>Página</strong> 186<br />

Mary Shelley<br />

motivo ni el fin eran lo bastante fuertes para resistir los obstáculos<br />

que se interpusieran en su consecución. Si, por el contrario,<br />

resisten los intentos disuasorios, esa misma terquedad presagia<br />

ya el éxito; y se convierte en deber de aquéllos que aman a ese alguien<br />

contribuir a allanar los impedimentos que surjan en su camino.<br />

Con esos sentimientos actuamos en nuestro pequeño grupo.<br />

Comprendiendo que Perdita se mantendría insobornable, nos<br />

dedicamos a proporcionarle los mejores medios para alcanzar su<br />

propósito. No podía ir sola a un país donde carecía de amigos,<br />

donde tal vez, apenas llegara, confirmaría la temible noticia, que<br />

sin duda la sumiría en el más hondo de los pesares y los remordimientos.<br />

Adrian, cuya salud siempre había sido frágil, se resentía,<br />

además, del agravio de su reciente herida. Idris se veía incapaz de<br />

abandonarlo en ese estado, y no era adecuado que nos ausentáramos<br />

los dos, ni que nos lleváramos a nuestros hijos en un viaje<br />

de aquella naturaleza. Finalmente decidí que sólo yo acompañaría<br />

a mi hermana. La separación de mi Idris me resultó muy dolorosa,<br />

pero la necesidad nos consolaba en cierto modo. La necesidad<br />

y la esperanza de salvar a Raymond, de devolverle la<br />

felicidad, de devolvérselo a Perdita. No había tiempo que perder.<br />

Dos días después de tomada la decisión llegamos a Portsmouth y<br />

embarcamos. Era el mes de mayo y no se preveían tormentas. Se<br />

nos prometió un viaje próspero. Albergando las más fervientes<br />

esperanzas, adentrándonos en el vasto mar, observamos maravillados<br />

alejarse las costas de Inglaterra, y en las alas del deseo desplegamos<br />

las velas, henchidas de viento, rumbo al sur. Nos impulsaban<br />

las olas livianas, y el viejo océano sonreía con el peso<br />

del amor y la esperanza puestos a su recaudo; amansando con delicadas<br />

caricias sus llanuras tempestuosas, el sendero se allanaba<br />

apara nosotros. De día y de noche, el viento de popa impulsaba<br />

constante nuestra quilla, y ni galerna rugiente ni arena traidora ni<br />

peñasco destructor interpusieron obstáculo alguno entre mi hermana<br />

y la tierra en la que iba a entregarse de nuevo a su primer<br />

amor, al confesor amado de su corazón, al corazón que latía dentro<br />

de su corazón.<br />

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