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018-El último hombre-1 28/11/07 13:59 Página 1 - Cermi

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<strong>018</strong>-<strong>El</strong> <strong>último</strong> <strong>hombre</strong>-1 <strong>28</strong>/<strong>11</strong>/<strong>07</strong> <strong>13</strong>:<strong>59</strong> <strong>Página</strong> 210<br />

Mary Shelley<br />

Había sucedido en más de una ocasión que cuando, como ya<br />

he dicho, Raymond se ausentaba del salón que ocupaba Perdita,<br />

Clara venía a verme y, llevándome discretamente aparte, me<br />

decía:<br />

–Papá se ha ido. ¿Vamos con él? Diría que se alegrará de<br />

verte.<br />

Según me lo permitieran las circunstancias, yo aceptaba o declinaba<br />

su propuesta.<br />

Una noche se congregó en el palacio un gran numero de oficiales<br />

griegos. Palli el intrigante, Karazza el expeditivo, Ypsilanti<br />

el guerrero, se contaban entre los principales. Conversaron de los<br />

acontecimientos del día, de las escaramuzas, de las bajas de los<br />

infieles, de su derrota y huida. Y transcurrido un tiempo abordaron<br />

la posibilidad de tomar la Ciudad Dorada. Trataban de imaginar<br />

lo que sucedería a continuación y hablaban en términos<br />

grandilocuentes de la prosperidad que bendeciría Grecia si Constantinopla<br />

se convertía en su capital. La conversación se centró<br />

entonces en las noticias que llegaban desde Asia, en los estragos<br />

que la peste causaba en sus principales ciudades. Se conjeturaba<br />

si la enfermedad podía haber llegado ya a la ciudad sitiada.<br />

Raymond se había sumado a la primera parte de la conversación.<br />

Con vehemencia había demostrado el lamentable estado a<br />

que había quedado reducida Constantinopla; el agotamiento y<br />

precario estado de las tropas, a pesar de su aspecto feroz, presas<br />

del hambre y la peste que se abría paso entre ellas, y que pronto<br />

obligaría a los infieles a buscar refugio en su única esperanza: la<br />

rendición. De pronto, en medio de su arenga, se detuvo, como<br />

asaltado por una idea dolorosa. Se puso en pie con dificultad y<br />

abandonó el salón, buscando algo de aire fresco en el largo pasillo.<br />

Ya no regresó. Clara se acercó discretamente a mí para proponerme<br />

su acostumbrada invitación. Consentí al punto y, tomándola<br />

de la mano, fuimos tras de Raymond. Lo encontramos<br />

a punto subirse al bote y aceptó de buen grado que lo acompañáramos.<br />

Tras los calores del día, la brisa fresca rizaba las aguas<br />

del río y henchía nuestra pequeña vela. La ciudad, por el sur, ya<br />

se veía oscura, mientras las numerosas luces encendidas en las<br />

costas cercanas y el hermoso aspecto de las orillas, sumidas en la<br />

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