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018-El último hombre-1 28/11/07 13:59 Página 1 - Cermi

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<strong>018</strong>-<strong>El</strong> <strong>último</strong> <strong>hombre</strong>-1 <strong>28</strong>/<strong>11</strong>/<strong>07</strong> <strong>13</strong>:<strong>59</strong> <strong>Página</strong> 243<br />

<strong>El</strong> <strong>último</strong> <strong>hombre</strong><br />

tición me lo hacían doblemente cercano: tal vez se tratara de una<br />

debilidad, pero lo situaba en los antípodas de toda sumisión y<br />

egoísmo. A ese dolor se añadía la muerte de Perdita, condenada<br />

por mi maldita obcecación y mi engaño. Mi querida Perdita, mi<br />

única familia, de cuyo progreso había sido testigo, desde su más<br />

tierna infancia y a través del sendero variado de la vida, y a la que<br />

siempre había visto como dechado de integridad, devoción y<br />

afecto verdadero, pues todo ello constituye la gracia peculiar del<br />

carácter femenino. Y a la que, al final, había contemplado como<br />

víctima de un exceso de amor, de un vínculo demasiado constante<br />

con lo perecedero y perdido. <strong>El</strong>la, en su orgullo de belleza y<br />

vida, había abandonado la percepción placentera del mundo aparente<br />

en aras de la irrealidad de la tumba, y había dejado huérfana<br />

a la pobre Clara. Yo oculté a la pobre niña que la muerte de su<br />

madre había sido voluntaria y trataba por todos los medios de<br />

alegrar algo su espíritu empapado de tristeza.<br />

En mi intento de recobrar el ánimo, la primera decisión fue<br />

decir adiós al mar. Su odioso vaivén renovaba una y otra vez en<br />

mí la idea de la muerte de mi hermana. Su rugido era un canto fúnebre.<br />

En todos los cascos oscuros que surcaban su inconstante<br />

pecho, veía un catafalco que llevaría a la muerte a todos los que<br />

se entregaran a su sonrisa traicionera. ¡Adiós al mar! Ven, Clara<br />

mía, siéntate junto a mí en esta nave aérea, que suave y velozmente<br />

surca el azul del cielo y con ligera ondulación flota sobre<br />

la corriente del aire. O, si la tormenta sacude su frágil mecanismo,<br />

halla tierra debajo y puede descender y refugiarse en el continente<br />

sólido. Aquí arriba, compañeros de las aves veloces, surcamos<br />

el elemento etéreo con gran presteza y sin temor. La nave<br />

ligera no se balancea ni recibe el embate de las olas mortales. <strong>El</strong><br />

éter se abre ante la proa, y la sombra del globo que la sostiene nos<br />

protege del sol del mediodía. Más abajo se extienden las llanuras<br />

de Italia o las vastas ondulaciones de los Apeninos. Fértiles aparecen<br />

sus muchos valles y los bosques coronan sus cimas. <strong>El</strong> campesino,<br />

libre y feliz, no perturbado por los austriacos, lleva el<br />

producto de su doble cosecha al granero; y los ciudadanos refinados<br />

cultivan sin temor el árbol de la ciencia en este jardín del<br />

mundo.<br />

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