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018-El último hombre-1 28/11/07 13:59 Página 1 - Cermi

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<strong>018</strong>-<strong>El</strong> <strong>último</strong> <strong>hombre</strong>-2 <strong>28</strong>/<strong>11</strong>/<strong>07</strong> <strong>11</strong>:58 <strong>Página</strong> 449<br />

<strong>El</strong> <strong>último</strong> <strong>hombre</strong><br />

la raza perdida, pero no que te arrastre por los salones de un hospital<br />

ni bajo las bóvedas secretas de un osario. Por ello este relato<br />

transcurrirá deprisa. Imágenes de destrucción, esbozos de desesperación,<br />

la procesión del <strong>último</strong> triunfo de la muerte, aparecerán<br />

ante ti, veloces como las nubes arrastradas por los vientos del<br />

norte, que salpican el cielo esplendoroso.<br />

Campos descuidados cubiertos de malas hierbas, ciudades desoladas,<br />

caballos asilvestrados, desbocados, que venían a nuestro<br />

encuentro, se habían convertido en escenas habituales. Y otras<br />

mucho peores, de muertos insepultos, de formas humanas alineadas<br />

en los márgenes de los caminos y en los peldaños de otrora<br />

frecuentadas viviendas, donde<br />

a través de la carne que perece bajo el sol abrasador<br />

sobresalen blancos los huesos<br />

y en polvo se descomponen.*<br />

Visiones como ésas se habían vuelto tan frecuentes que habíamos<br />

dejado de temblar ante ellas, de espolear los caballos para<br />

que aceleraran el paso al pasar junto a ellas. Francia, en sus mejores<br />

días –al menos la parte de Francia que recorríamos– había<br />

sido un campo abierto dedicado al cultivo, y la ausencia de lindes,<br />

de casas de campo e incluso de campesinos resultaba triste<br />

para el viajero procedente de la soleada Italia o la ajetreada Inglaterra.<br />

Sin embargo abundaban las ciudades bulliciosas, y la<br />

amabilidad cordial y la sonrisa pronta de los paisanos, calzados<br />

con sus zuecos de madera, devolvían el buen humor a los más irritables.<br />

Ahora la anciana no se sentaba a la puerta con su rueca, el<br />

mendigo flaco ya no pedía limosna con sus frases zalameras, ni en<br />

los días de fiesta los campesinos se entregaban con gracia a los<br />

lentos pasos de sus danzas. <strong>El</strong> silencio, novio melancólico de la<br />

muerte, avanzaba en procesión junto a ella, de pueblo en pueblo,<br />

por toda la vasta región.<br />

Llegamos a Fontainebleau y al punto nos preparamos para recibir<br />

a nuestros amigos. Al pasar lista esa noche descubrí que fal-<br />

* <strong>El</strong> escudo de Hércules, Hesíodo. (N. del T.)<br />

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