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018-El último hombre-1 28/11/07 13:59 Página 1 - Cermi

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<strong>018</strong>-<strong>El</strong> <strong>último</strong> <strong>hombre</strong>-2 <strong>28</strong>/<strong>11</strong>/<strong>07</strong> <strong>11</strong>:58 <strong>Página</strong> 275<br />

<strong>El</strong> <strong>último</strong> <strong>hombre</strong><br />

las que, en verano, ahuyenta el aguacero, así nuestro grupo,<br />

hasta hacía muy poco ruidoso y feliz, iba menguando entre tristes<br />

y melancólicos murmullos. Al ponerse el sol y acercarse la<br />

noche, el jardín quedó casi desierto. Adrian y Ryland seguían enzarzados<br />

en su discusión. Habíamos preparado un banquete<br />

para nuestros invitados en el salón de la planta baja del castillo,<br />

y hacia allí nos dirigimos Idris y yo para recibir a los pocos que<br />

quedaban. Nada resulta más melancólico que una reunión festiva<br />

convertida en velada triste. Los atuendos de gala, los ornamentos,<br />

alegres en otras circunstancias, se revisten de un aspecto<br />

solemne y fúnebre. Y si ese cambio ya resultaba doloroso ante<br />

causas menores, su peso ante aquélla se nos hacía intolerable,<br />

pues sabíamos que la Destructora de la tierra, como un demonio,<br />

había traspasado al fin, discretamente, los límites erigidos<br />

por nuestra precaución, y que, definitivamente, se había instalado<br />

en el corazón palpitante de nuestro país. Idris se sentó a la<br />

cabecera de la mesa medio vacía. Pálida y llorosa, le costaba no<br />

olvidar sus deberes de anfitriona. Mantenía la vista fija en nuestros<br />

hijos. <strong>El</strong> aire serio de Alfred demostraba que seguía rumiando<br />

sobre la historia que había oído contar al muchacho italiano.<br />

Evelyn era la única criatura alegre entre los presentes. Sentado<br />

sobre el regazo de Clara, entregado a sus propias fantasías, no<br />

dejaba de reírse en voz alta. Su voz infantil reverberaba en el<br />

techo abovedado. Su pobre madre, que llevaba largo rato reprimiendo<br />

toda expresión de angustia, no pudo más, estalló en<br />

llanto y, sosteniendo a su pequeño en brazos, se alejó precipitadamente<br />

del salón. Clara y Alfred la siguieron. Mientras, los demás<br />

asistentes, perplejos, iniciaron un murmullo que iba subiendo<br />

de tono y era expresión de sus temores.<br />

Los jóvenes se congregaron a mi alrededor para pedirme consejo.<br />

Y de quienes tenían amigos en Londres se iba apoderando<br />

una gran intranquilidad, pues ignoraban el alcance de la epidemia<br />

en la ciudad. Yo, tratando de animarlos como mejor podía,<br />

les aseguraba que, por el momento, la peste había causado muy<br />

pocas bajas. Para tranquilizarlos, les sugería que, siendo como<br />

éramos los <strong>último</strong>s en recibir su visita, era probable que la epidemia<br />

hubiera perdido virulencia antes de llegar a nuestras tierras.<br />

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