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018-El último hombre-1 28/11/07 13:59 Página 1 - Cermi

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<strong>018</strong>-<strong>El</strong> <strong>último</strong> <strong>hombre</strong>-1 <strong>28</strong>/<strong>11</strong>/<strong>07</strong> <strong>13</strong>:<strong>59</strong> <strong>Página</strong> 81<br />

<strong>El</strong> <strong>último</strong> <strong>hombre</strong><br />

neme, no vuelva a hablar nunca más conmigo. Yo, aunque he<br />

pecado contra usted sin remisión, también soy orgulloso. No<br />

debe haber reserva en su perdón ni reticencia en el regalo de su<br />

afecto.<br />

Perdita bajó la vista, confusa pero complacida. Mi presencia<br />

la incomodaba tanto que no se atrevía a girarse para mirar a los<br />

ojos de su amado ni a confirmar con palabras el afecto que le tenía.<br />

<strong>El</strong> rubor cubría sus mejillas y su aire desconsolado se convirtió<br />

en una expresiva y profunda dicha. Raymond le rodeó la cintura<br />

con el brazo y prosiguió.<br />

–No niego que he dudado entre usted y la más alta esperanza<br />

que los mortales pueden albergar. Pero ya no dudo más. Tómeme,<br />

moldéeme a su antojo, posea mi corazón y mi alma para la<br />

eternidad. Si se niega a contribuir a mi felicidad, abandono Inglaterra<br />

esta misma noche y jamás volveré a pisarla.<br />

–Lionel, también usted lo ha oído. Sea mi testigo. Persuada a<br />

su hermana para que perdone la herida que le he infligido. Persuádala<br />

para que sea mía.<br />

–No me hace falta más persuasión –pronunció Perdita, ruborizada–<br />

que la de sus queridas promesas y la de mi corazón, más<br />

que predispuesto, que me susurra que son verdaderas.<br />

Aquella misma tarde los tres paseamos juntos por el bosque y,<br />

con la locuacidad que la alegría inspira, me relataron con detalles<br />

la historia de su amor. Me divertía ver al altivo Raymond y a la<br />

reservada Perdita convertidos, por obra del amor, en niños parlanchines<br />

y contentos, perdida en ambos casos su característica<br />

prudencia gracias a la plenitud de su dicha. Hacía una o dos noches,<br />

lord Raymond, con el gesto compungido y el corazón oprimido<br />

por los pensamientos, había dedicado todas sus energías a<br />

silenciar o persuadir a los legisladores de Inglaterra de que el cetro<br />

no era una carga demasiado pesada para sostenerla él entre<br />

sus manos, mientras visiones de dominio, guerra y triunfo flotaban<br />

ante él. Ahora, juguetón como el niño travieso que se mueve<br />

ante la mirada comprensiva de su madre, las esperanzas de su<br />

ambición se completaban cuando acercaba a sus labios la mano<br />

blanca y diminuta de Perdita. <strong>El</strong>la, por su parte, radiante de felicidad,<br />

contemplaba el estanque inmóvil no para ver en él su re-<br />

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