El Enigma y el Misterio: Una Filosofía de la Religión

S O B R E L A P L A U S I B I L I D A D f i l o s ó f i c a D E L A F E E N D I O SPara explicar una mayor violencia en las tradiciones previas, sigopensando que es correcto recurrir a otros factores que pueden ser decisivos:dominancia viril, particularismo étnico... Este último factor, muydetectable en el yahvismo, reaparece (como ya recordé antes) de uno uotro modo en el cristianismo y en el islam —siempre contra su intuiciónuniversalista—. La dominancia viril (propia de sociedades de pastores)en las tradiciones «uránicas» semitas en que surgió el monoteísmo puedepesar en sus hábitos belicosos 87 .En relación con ello hay también que preguntarse sobre un específico«patriarcalismo monoteísta». Lo que hay de hecho es quizá referiblea la pervivencia de un fondo «uránico», con su relieve del símbolopaterno. (La pervivencia de un fondo «ctónico» en religiones «místicas»da más cabida al símbolo materno). Pero hay que subrayar que el «patriarcalismo»cultural —discriminación y explotación de la mujer— esmayor en ámbitos uránicos politeístas. Si lo que el símbolo «Padre» sugierepara el «Dios» único es «Amor Originario», coincide en ello con lasugerencia que tendría el símbolo «Madre»; y orienta, más bien, haciauna religión de iguales 88 .B) Respecto al ingente problema del «exceso de mal en el mundo»sólo es posible aquí reconocer el mayor relieve que cobra para la fe enDios precisamente cuando es comprendida como en el presente capítulohe intentado hacerlo. Un «problema del mal» lo hay para todo ser humanoque piense; pero nadie lo tiene tan agudo como el creyente cuya fe esactitud invocativa del Misterio último como origen amoroso del mundo.Por eso he reconocido en mi planteamiento que no basta para dar a esafe un laudo de plausibilidad la ostensión de coherencia interna sobre laque vengo reflexionando en los capítulos séptimo y octavo. Queda unatarea más compleja: una discusión en torno a su coherencia externa,es decir, con la visión global de la realidad; en la que ha de jugar papelúltima»; pero, por definición, nunca «poseíble» en las fórmulas en que se expresa la fe enÉl. Diré más sobre este tema —y sobre el que hoy llamamos «fundamentalismo»— en elúltimo capítulo.87. Habría aquí que referirse de nuevo a la sacralización de la violencia; y habríaque acudir de nuevo (como en el capítulo primero) a René Girard. No voy a repetirme. Sítengo por oportuno recordar la tesis de dicho autor que ve precisamente al cristianismocomo superación de esa sacralidad.88. No pocos usos concretos de «Padre» en los relatos evangélicos —tal el de lafamosa parábola de Lc 15— sugieren una superación de lo específico del rol paternal. Yla práctica de las primeras comunidades cristianas tendía abiertamente a la sociedad deiguales (cf. Gál 3, 28: «Ya no hay más [...] varón ni mujer, pues sois uno en Cristo Jesús»).Hay que atribuir a otros factores menos genuinos la persistencia del patriarcalismo en lasiglesias cristianas hasta hoy.500