últimas corrientes teóricas en los estudios de traducción - Gredos ...

CARLOS FORTEA–LOS MOTIVOS DEL TRADUCTOR
De la unión de ambas pasiones surge la vocación del traductor: ese ser que une a
la necesidad del lenguaje propio, de su lengua, la necesidad de que ese diálogo con el
escritor deje de ser el diálogo secreto en la lengua secreta que comparten para pasar a ser
un diálogo público con los hablantes de la lengua de la tribu a la que pertenece el
traductor.
No empleo por azar la palabra tribu, porque creo que aquello de lo que estamos
hablando hunde sus raíces en lo más ancestral del ser humano: lo que hace el traductor es
dar un paso más allá del lector y un paso más acá del escritor; se empeña en que su lectura
se incremente hasta convertirse en reescritura, pero esa reescritura es una creación
lingüística nueva, no una creación intelectualmente nueva: es, por tanto, una apropiación.
Es, y por eso decía que se trata de una pulsión ancestral, la realización de la magia de la
caza, la misma que hace que aún hoy algunos aborígenes latinoamericanos y australianos
teman ser fotografiados porque creen que el fotógrafo quiere robarles el alma… que es
probablemente lo que el fotógrafo quiere, aunque, en su condición hipercivilizada, ya no
lo sepa.
Tal vez, sólo tal vez, estemos pues llegando a una primera respuesta a la pregunta
que nos planteábamos. Sin embargo, en traducción, todo lo que no tiene consecuencias es
una obviedad. Decir que lo que mueve al traductor es apropiarse del texto, aparte de que
ya lo dijo Steiner hace muchos años, no tiene mayor trascendencia si no descendemos a lo
que importa al traductor, al cómo se lleva a cabo esa apropiación.
No tengan miedo: no voy a reabrir el debate de la fidelidad, aunque está muy, muy
lejos de ser un debate cerrado. Prefiero moverme por los bordes de ese debate, en los que
el traductor realiza su tarea, y hacerme algunas preguntas prácticas.
En los márgenes de la fidelidad, por ejemplo, viene a mi memoria un comentario
de un prestigioso colega escuchado en una conferencia en Madrid. Hablando de la
justamente famosa traducción de las Memorias de Adriano realizada hace ya muchos años
por Julio Cortázar, el colega decía que había localizado dos o tres pasajes en los que
Cortázar había añadido un adjetivo a un sustantivo que no llevaba ninguno. Nuestro
colega criticó la acción de Cortázar, dijo que por supuesto no era legítimo hacer semejante
adición, y a continuación dijo algo que se me quedó grabado. “Pero esos adjetivos”, dijo,
“eran tan perfectos…”.
La duda que quedó flotando en el aire me ha perseguido desde entonces. Sin duda
alguna, semejante adición ilegítima era un acto de apropiación que desbordaba los
estrictos límites impuestos por Pierre Menard. Pero ni era un caso único ni, sobre todo, un
acto indiscutible. Con demasiada frecuencia, olvidamos que algunos excesos
traductológicos han quedado convalidados por el tiempo, y otros no. Así por ejemplo, las
versiones clásicas de Las mil y una noches contenían una lujuriante exhibición de giros que,
según se supo más tarde, eran, desde un punto de vista traductológico, erróneos: los
primeros traductores – dejaremos aquí a un lado el no pequeño problema de que los
textos llegados a España ni siquiera eran traducciones directas, sino a través de lengua
puente – entendieron en sentido literal giros muy exóticos al oído occidental – “besó la
tierra entre sus manos” por “se arrodilló”, “la hija de mi tío” para “mi mujer” – que
contribuyeron en no poca medida a cimentar la fama de ese mundo tan singular que
llegaba de Oriente. El éxito de las versiones europeas llegó a tal punto que cuando los
modernos estados árabes procedieron a fijaciones escritas de ese inmenso patrimonio
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