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CARLOS FORTEA–LOS MOTIVOS DEL TRADUCTOR
Esta afirmación se ve ratificada – y volvemos a descender al terreno de lo
concreto – por la forma concreta en que se lleva a cabo la retraducción. Tomando el
ejemplo de los textos decimonónicos, que suelen ser objeto de retraducciones frecuentes,
un somero análisis de cualquiera de ellos arroja una característica común no poco
llamativa: los traductores se mueven entre la búsqueda de un lenguaje arcaizante, trufado
de expresiones y referencias epocales, y la eliminación, con respecto a traducciones
anteriores, precisamente de algunas de esas mismas expresiones epocales que por otra
parte tanto se esfuerzan en encontrar. Hoy en día es perfectamente posible encontrar una
traducción reciente que utilice expresiones como “Glorioso día aquel en que cien
escudos…”, empleando el orden de palabras como recurso arcaizante, y sin embargo es
difícil que el personaje de una obra de Shakespeare retraducida emplee interjecciones
como “¡pardiez!” o “¡voto a bríos!”, perfectamente normales en su época.
En otras palabras, detrás de la pretensión arcaizante del traductor hay también una
oculta intención de modernizar el texto, de acercarlo a la tribu de la que el traductor se
siente parte. Las sucesivas generaciones retraducen también para apropiarse del texto.
Incluso, uno tiene la sospecha de que la apropiación es muy personal, y está respaldada
por el deseo –legítimo – del traductor de no verse confinado a traducir siempre lo recién
escrito, sino de tener a su alcance el tesoro sin límites de la Literatura universal.
Es curioso – y esto es sólo una anotación marginal – que esa voluntad de
apropiación esté desigualmente repartida. Es también un hecho constatable que los
pueblos mediterráneos traducen más que los anglosajones… ¿tienen los traductores
anglosajones menos voluntad de apropiación, o de lo que carecen es de un público que
comparta sus afanes?
A estas alturas, es probable que ustedes hayan advertido en todo lo dicho que
quien les habla conoce de primera mano la problemática que sugiere. Conozco, en efecto,
la experiencia de caminar por los márgenes de la creación traductora, tanto en su vertiente
de primera traducción como en su vertiente de retraducción, y es esa experiencia la que
me ha suscitado muchas de estas y otras reflexiones.
Ahora bien, esa trayectoria profesional se cruza ahora con la de una profesión más
reciente que la del trujamán, cuyas características someten el problema a una tensión
nueva: el oficio de profesor de traducción.
Las características intrínsecas del oficio de profesor difieren de muchas maneras
de las del traductor o el teórico, aunque a veces coincidan en la misma persona, pero
difieren sobre todo en una cosa: mientras el traductor puede permitirse no teorizar ni
impartir doctrina más que con su obra, y el teórico puede – si lo desea – asumir una
orientación descriptiva en sus estudios, el trabajo del profesor es, por su propia esencia,
prescriptivo.
¿Y cómo se conjuga la necesidad de prescribir con la costumbre, antes
mencionada, de pasear por los márgenes de las cosas? Si volvemos al ejemplo de Cortázar,
la obligación del profesor sería probablemente refutar la opción elegida, alegando un error
de adición y, según el caso, de adición arbitraria; en el caso de Las mil y una noches, es
probable que el profesor debiera condenar por exotizante la versión exotizante, y decir
que al igual que “on the rocks” no se traduce “en las rocas” – digan lo que digan algunos
traductores de Hollywood – tampoco las metáforas árabes pueden traducirse como tales
metáforas. Si acudimos al caso de la retraducción, el profesor deberá pronunciarse por la
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