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LETICIA HERRERO RODES–LA TRADUCCIÓN EN EL MOMENTO DEL MULTICULTURALISMO .
familiar el contenido del texto origen para el receptor, se anula su identidad cultural. En esta
última posibilidad, el traductor toma los elementos conflictivos y los representa según las
estructuras semióticas —lingüísticas y culturales— de la cultura receptora, haciendo de lo
extraño algo conocido, convirtiendo lo extraño en semejante que dice Felstiner 4 , o
recuperando lo otro como lo similar, lo reconocible, o incluso, lo familiar, que dice Venuti 5 .
De esta manera, el carácter cultural del texto se pierde en el territorio lingüístico receptor.
Brevemente, pues todos saben de qué estoy hablando, diré que en la actualidad y en
Occidente, el precepto para que una traducción sea aceptable, sea correcta, es que debe leerse
como si fuera un original. En otras palabras, para que un texto traducido goce de aceptación
social, el lector no debe apreciar a lo largo de su lectura que dicho texto no ha sido redactado
en su propia lengua. Esto supone que el texto traducido debe ser fluido, ágil y transparente, y
no revelar la intromisión de ningún intermediario, de ningún traductor, entre sus páginas.
Es por esto que aprender a traducir, explica Wolf, significa aprender a leer, a producir
significados que sean aceptables en la comunidad cultural receptora 6 . Por tanto, si traducir
implica escribir un texto aceptable, el traductor habrá de ajustar, preparar, modificar, en
definitiva, manipular el texto para que conforme las expectativas de recepción en la
comunidad de acogida. Esto da lugar a emplear técnicas de traducción que permitan hacer
familiar lo ajeno.
Ahora bien, no siempre son éstas las exigencias para una traducción ni el método
seguido al traducir. De una manera muy sucinta, podemos decir que el modo de actuación
ante un texto viene impuesto por las relaciones de poder que mantienen entre sí las culturas
involucradas en la traducción, de tal manera que el proceso de transferencia refleja claramente
el sentido en que se ejerce el poder. En otras palabras, si la cultura origen es la cultura
dominante, el texto original impondrá su identidad en la traducción —es decir, se respetará el
original y el texto meta se adecuará a él—; si, por el contrario, la cultura a la que se traduce
goza de un estatus más poderoso que la cultura de la que procede el original, el nuevo texto se
adaptará para ser aceptable en la cultura receptora —lo extraño se hará familiar—. La cultura
débil se somete a la fuerte y el resultado es el paulatino ensombrecimiento de aquélla por ésta.
La traducción, por tanto, lejos de ser una actividad meramente lingüística es una actividad
afectada por cuestiones contextuales y políticas.
Lo que nos debe quedar claro de todo este embrollo es que cuando las culturas
partícipes en la traducción tienen asumidas sus relaciones jerárquicas, el proceso de
transferencia recrea el texto traducido a imagen y semejanza de la cultura poderosa. De esta
manera, ante elementos que se resisten a ser traducidos por estar indisolublemente vinculados
a su lengua, el método más cómodo y rápido en superar esa oposición cuando se traduce de
una cultura minoritaria a una dominante, es asociarlos con elementos de la cultura receptora.
La brutal consecuencia de este ejercicio de control sobre los discursos es que,
imperceptiblemente, las culturas más indefensas quedan anuladas bajo el carácter expansivo de
las potencias culturales.
Desde esta perspectiva, es indiscutible que la práctica de la traducción moldea los
textos bajo la influencia de las relaciones asimétricas de poder que existen entre las culturas,
por lo que es posible definir la traducción, parafraseando a Lefevere, como un asunto que
depende del peso que ejerce cada una de las culturas involucradas en la conciencia del
4 “strangeness into likeness” (1980: 5).
5 “bring[ing] back the other as the same, the recognizable, even the familiar” (Venuti 1995: 18).
6 “learning to read, i.e., to produce meanings which are acceptable for the cultural community the reader belongs to”
(Wolf 1997: 128).
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