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LA METAMORFOSIS DE LA IDEOLOGÍA - El Corte Inglés

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veces consiguen, su prohibición, aunque con escaso éxito. Ortega dice que pocas<br />

cosas a lo largo de su historia han apasionado tanto y han hecho tan felices<br />

a los españoles como la fiesta taurina durante la segunda mitad del siglo xviii<br />

(218). La aparición de grandes figuras del toreo –como Joaquín Rodríguez<br />

Costillares, creador del volapié; como Pedro Romero, de la escuela rondeña<br />

fundada por Francisco Romero, que inventó la suerte de estoquear al toro de<br />

frente; como José Delgado, Pepe Hillo, autor de una famosa Tauromaquia<br />

(219), dividió a la opinión en bandas irreconciliables: la duquesa de Alba<br />

protegía a los Romero; la duquesa de Osuna era partidaria de Costillares. En<br />

todas partes se discutía de las excelencias artísticas de una u otra escuela taurina.<br />

Y lo mismo pasaba en el teatro, la otra gran pasión, más minoritaria, de<br />

nuestro siglo xviii. La duquesa de Alba y los ilustrados defendían a la Tirana,<br />

actriz en línea con la tragedia filofrancesca; la duquesa de Osuna, en cambio,<br />

se inclinaba por Pepa Figueras, sainetera y castiza. Y aún había que mencionar<br />

los apasionados de Polonia Rachel, una tonadillera de fuste que hizo suspirar<br />

a más de un ilustrado. Las actitudes de este grupo, sin embargo, eran muy<br />

distintas respecto de los toros y del teatro.<br />

En cuanto a la fiesta nacional, los ilustrados eran enemigos del espectáculo,<br />

procurando demostrar que estaba menos extendido de lo que se creía<br />

y desatando una campaña para su abolición. En un informe al Consejo de<br />

Castilla, relatado por Vargas Ponce en su Disertación sobre las corridas de<br />

toros (220) se dice que solamente se celebraban corridas en 185 pueblos.<br />

Jovellanos, por su parte, se opone a que la corrida sea considerada diversión<br />

nacional, pues sólo un uno por ciento de la población habría visto alguna<br />

vez una corrida, y regiones enteras, como Asturias y Galicia, ignoraban por<br />

completo el espectáculo (221). Esta actitud negativa de los ilustrados hacia<br />

los toros, considerándolos una fiesta bárbara y cruel, escuela de gestes<br />

despiadadas y sanguinarias –que es común a casi todos, desde Jovellanos y<br />

Vargas Ponce, hasta Cadalso y Meléndez Váidas, con la excepción notoria<br />

de Nicolás Moratín– vio favorecida su lucha abolicionista con la subida al<br />

poder del Conde de Aranda, taurófobo convencido, que inició un expediente<br />

en 1767 para extinguir las corridas en un plazo de cuatro años. La<br />

pragmática que prohibía los toros no se promulgó hasta 1786, y fue siempre<br />

papel mojado, lleno de exenciones, aunque la muerte trágica de Pepe Hillo<br />

en la plaza de Madrid, ante los ojos horrorizados de María Luisa, condujo<br />

a un decreto de Godoy prohibiendo la corrida de forma absoluta, con un<br />

– 235 –

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