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WILLIAMS, George H. (1979) La Reforma Radical, Harvard University, Massachusetts (1)

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señales anunciadas por Isaías, el cuarto libro de Esdras, Daniel, Joel, Malaquías y el vidente del<br />

Apocalipsis. Su actitud de intensa expectación fue lo que los movió a todos a repudiar el<br />

bautismo de los infantes practicado por la vieja iglesia y lo cjue justificó su llamado a un arrepentimiento<br />

final en el espíritu del segundo y tercer capítulos del Apocalipsis: un cambio total de<br />

modo de pensar, una confesión de los pecados y una regeneración de los verdaderos creyentes,<br />

para salvarse de la ira venidera.<br />

Este mismo omnipresente clima de esperanza y temor fue lo que impulsó a todos los<br />

radicales a apartarse completamente de la idea inherente en el corpus christianum medieval, a<br />

desconocer los órganos históricamente elaborados por él, y a asumir, como lo habían hecho los<br />

cristianos primitivos, una actitud de indiferencia frente al estado, institución perteneciente a una<br />

era a punto de quedar abolida, o bien una actitud entre hostil y provocativa ante potencias<br />

humanas que, significando para ellos la persecución y el martirio, no podía menos que servir<br />

para confirmarlos en su convicción de ser a la vez los peregrinos, los misioneros y los mártires o<br />

testigos de esa Ciudad que de un momento a otro descendería de los cielos o brotaría<br />

mesiánicamente de los escombros de una era que se estaba cayendo en pedazos. De ahí que casi<br />

todos los radicales hayan insistido en la separación total de iglesia y estado; de ahí que la<br />

disposición de los reformadores magisteriales a servirse del poder coercitivo de reyes, príncipes<br />

y ayuntamientos les haya parecido una desviación del cristianismo apostólico no menos<br />

deplorable que las pretensiones de los papas.<br />

Fue también esta seguridad apocalíptica de que estaba a punto de venir una era presidida<br />

por Cristo o por el Espíritu Santo lo que provocó la formación de nuevos órganos de disciplina<br />

interior entre los cristianos auténticos, sustitutos de la excomunión y de la inquisición de papas y<br />

obispos, y sustitutos asimismo de la vigilancia y de las sanciones magisteriales, a saber, la<br />

restitución de la práctica de la exclusión por parte de la congregación reunida, en conjunción con<br />

la observancia del sacratísimo banquete de la Nueva Alianza en Cristo.<br />

Finalmente, fue este abrumador sentido escatológico de estar presenciando los albores del<br />

milenio o de la era final lo que movió a los radicales a enviar por todas partes nuevos apóstoles,<br />

encargados de anunciar que el tiempo del Señor estaba a la puerta. No sólo los anabaptistas, sino<br />

también los espiritualizantes de mentalidad menos institucional, como Loy Pruystinck, Antonio<br />

Pocquet y Enrique Niclaes, se consideraron a sí mismos como emisarios apostólicos. Voceros de<br />

la <strong>Reforma</strong> <strong>Radical</strong> tan distintos entre sí como Hut, Marpeck, Hutter, Menno Simons, Schwenckfeld,<br />

Paracelso, Servet, Gherlandi, Postel, Paleólogo, David, el Tiziano, Jorge Sículo y<br />

Czechowic hablaron y actuaron como portadores de una comisión divina que los obligaba a<br />

anunciar un mensaje de liberación a aquellos que seguían sentados en las tinieblas y les daba la<br />

audacia de sentirse apóstoles, sin perjuicio de que varios de esos mismos voceros del radicalismo<br />

censuraran las pretensiones eclesiásticas no sólo de los reformadores protestantes, sino de<br />

compañeros de secta que también se daban a sí mismos el título de apóstoles.<br />

Los exponentes de la <strong>Reforma</strong> <strong>Radical</strong>, según hemos visto a lo largo del libro, fueron los<br />

únicos que sometieron a escrutinio las ordenaciones y divinas comisiones del clero de la vieja<br />

iglesia, y que las encontraron deficientes. A semejanza de los primeros cristianos, los radicales<br />

vieron el sacerdocio del Templo antiguo como algo que había caducado al completarse la obra<br />

redentora de Cristo. No había más Sumo Sacerdote que Cristo. En consecuencia, era preciso<br />

reordenar y reconstituir el régimen del Nuevo Israel elegido por Dios, un sacerdocio ya no según<br />

la carne, un sacerdocio, asimismo, no legitimado ya a través de los conductos sacramentales de la<br />

gracia apostólica, atascados, como ellos hubieran dicho, por la corrupción.

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