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James Joyce

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dice Mr. Stephen, y desparramó la cerveza por todos lados, un toro irlandés en una<br />

tienda de porcelana inglesa. Cojo la idea, dice Mr. Dixon. Es el mismo toro que<br />

envió a nuestra isla el ganadero Nicholas, el más osado criador de ganado de todos,<br />

con un anillo de esmeraldas en la nariz. Estoy con usted, dice Mr. Vincent desde el<br />

otro lado de la mesa, y ha dado en el blanco además, dice él, y un toro más orondo y<br />

opulento, dice él, jamás se cagó sobre trébol. El tenía cuernos en abundancia, una<br />

capa de tisú de oro y un dulce aliento vaporoso le salla de las narices de manera que<br />

las mujeres de nuestra isla, dejando la masa del pan y los rodillos, fueron tras él<br />

colgándole en los tolondros guirnaldas de margaritas. Qué importa, dice Mr. Dixon,<br />

pero antes de que aquí arribara el ganadero Nicholas que era eunuco mandó que lo<br />

caparan como es debido a un colegio de doctores que no estaban en mejor situación<br />

que él. Vamos pues, dice él, y haz todo lo que mi primo hermano lord Harry te diga<br />

y recibe la bendición de un ganadero, y dicho eso le dio una muy sonora palmada en<br />

el trasero. Pero la palmada y la bendición lo dieron por amigo, dice Mr. Vincent, y<br />

para demostrarlo le enseñó un truco que valía por mil de modo y manera que la<br />

moza, mujer, abadesa y viuda hasta este día aseguran que prefieren en cualquier<br />

mes del año suspirarle al oído en la penumbra del cobertizo de un confesionano o<br />

dejarse lamer el cogote por su santa y larga lengua antes que acostarse con el más<br />

guapo y musculoso joven seductor de todos los confines de Irlanda. Otro luego<br />

intervino en la conversación: Y lo vistieron, dice él, con alba de encajes y dalmática<br />

con esclavina y cinto y volantes en los puños y le raparon los mechones y le<br />

frotaron por todo con aceite espermaceti y levantaron establos para él en cada<br />

recodo del camino con pesebres de oro en todos rebosantes del mejor heno que<br />

pueda encontrarse de manera que pudiera dormitar y expulsar sus boñigas a placer.<br />

A todo esto el padre de los creyentes (pues así lo llamaban) había engordado tanto<br />

que apenas si podía acercarse a los pastos. Para remediar lo cual nuestras cotorreras<br />

damas y damiselas le traían el pienso en sus delantales y tan pronto como llenaba la<br />

panza se enderezaba sobre sus cuartos traseros para destaparles a sus señorías un<br />

misterio y mugir y bramar en la lengua de los toros y todas ellas imitándolo. Sí, dice<br />

otro, y tanto fue mimado que no sufría que nada se cultivara en los campos que no<br />

fuera hierba verde para él (pues ése era el solo color que se le antojaba) y había un

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