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James Joyce

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tocaba la espineta, dijo, a la Reina en su capilla o en cualquier otro sitio que la<br />

encontrara y un tal Tomkins que hacía coplillas o aires y John Bull.<br />

En la calle a la que se acercaban mientras continuaban hablando más allá de las<br />

cadenas balanceantes un caballo, tirando de una barredora, pateaba el empedrado,<br />

arrebañando una larga hilera de bahorrina de modo que con el ruido Bloom no<br />

estaba muy seguro de si había cogido bien la alusión a las sesentaicinco gumeas y a<br />

John Bull. Inquirió si se trataba de John Bull la celebridad política del mismo nom-<br />

bre, ya que le chocaba, los dos nombres idénticos, como una coincidencia chocante.<br />

Junto a las cadenas el caballo giró lentamente para volver- z: se, percibiendo lo cual,<br />

Bloom, que como siempre andaba con el ojo largo, le tiró de la manga al otro<br />

suavemente, comentando burlonamente:<br />

-Nuestras vidas corren peligro esta noche. Cuidado con la apisonadora.<br />

Con esto se pararon. Bloom miró a la cabeza de un caballo que no valía ni de lejos<br />

sesentaicinco guineas, de pronto visible en la oscuridad bastante cerca así que<br />

parecía nuevo, un agrupamiento diferente de huesos e incluso carnes porque a todas<br />

luces era un cascorvo, un chalate, un abocinado, un gurrufero, un cabezacolgona<br />

que anda de pie quebrado mientras su amo y señor encaramado encima, divaga ensi-<br />

mismado. Pero una pobre bestia tan buena que sentía no tener un terrón de azúcar<br />

pero, como sensatamente reflexionó, nadie podía estar preparado para cualquier<br />

emergencia que surgiera. Era sólo un caballo grande nervioso torpe y del tipo<br />

babieca, sin una sola preocupación en el mundo. Pero incluso un perro, reflexionó,<br />

por ejemplo ese chucho en Bamey Kieman, que tuviera el mismo tamaño, daría<br />

pavor encontrárselo de frente. Pero no era la culpa de un animal en especial si había<br />

sido creado de esa forma como el camello, barco del desierto, convirtiendo las uvas<br />

en güisqui matarratas en su joroba. El noventa por ciento de ellos podían ser enjau-<br />

lados o amaestrados, nada más allá del talento del hombre excluyendo a las abejas.<br />

La ballena con un arpón de horquilla, el aligator cosquilleándole el lomo y le hace<br />

gracia, traza un círculo con tiza para el gallo, al tigre con el ojo hipnótico. Estas<br />

reflexiones apropiadas en lo tocante a las bestias del campo le ocupaban la mente<br />

algo distraída por las palabras de Stephen mientras el camello urbano maniobraba y<br />

Stephen seguía con lo del altamente interesante y viejo.

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