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James Joyce

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738<br />

Mr. Bloom y Stephen penetraron en el albergue del cochero, una construcción de<br />

madera sin pretensiones, donde, con anterioridad, rara si es que alguna vez había<br />

estado antes, el primero habiéndole previamente susurrado al segundo algunas<br />

indicaciones en lo tocante al dueño de aquello que se decía que era el otrora famoso<br />

Pellejocabra, Fitzhams, el invencible, aunque no podía confirmar los hechos<br />

concretos en los que posiblemente no hubiera ni el más mínimo vestigio de verdad.<br />

Unos momentos más tarde nuestros dos noctámbulos se encontraban sentados en<br />

puerto seguro en un discreto rincón habiendo sido sólo saludados por las miradas de<br />

la decididamente miscelánea colección de desamparados y ventureros y otros<br />

indescriptibles especímenes del género homo ya ocupados en comer y beber<br />

diversificados por la conversación para quienes ellos aparentemente representaban<br />

un objeto de marcada curiosidad.<br />

-Y ahora en lo referente a una taza de café, se aventuró Mr. Bloom a sugerir<br />

plausiblemente para romper el hielo, se me ocurre que debería catar algo en forma<br />

de alimento sólido, digamos, un panecillo de algún tipo. Consiguientemente su<br />

primera acción fue encargar con característica sangfroid estos productos<br />

discretamente. La chusma de caleseros o estibadores o lo que fuera que fuesen tras<br />

un ligero examen apartó la vista, al parecer insatisfecha, de ellos aunque un<br />

individuo bebedor rojobarbado, parte de cuyo pelo estaba canoso, un marinero<br />

probablemente, aún siguió mirando fijamente durante un tiempo apreciable antes de<br />

transferir la absorta atención al suelo. Mr. Bloom, haciendo uso del derecho de libre<br />

expresión, teniendo él tan sólo ligeros conocimientos de la lengua de la disputa,<br />

aunque, con toda seguridad, afrontando un dilema respecto a voglio, advirtió a su<br />

protégé en un tono audible de voz á propos de la batalla campal en la calle que aún<br />

seguía en todo su apogeo:<br />

-Una lengua bella. Quiero decir para cantar. ¿Por qué no escribe su poesía en esa<br />

lengua? Bella Poetisa! Es tan melodiosa y plena. Belladonna. Voglio.<br />

Stephen, que estaba haciendo todo lo posible por bostezar si tenía la ocasión, ya que<br />

sufría de laxitud general, replicó:<br />

-Para oído de elefante. Estaban regateando por dinero.

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