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James Joyce

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98<br />

Enmudeció. Mr. Bloom desvió la mirada del enfurecido bigote a la cara apacible<br />

de Mr. Power y a los ojos y la barba de Martin Cunningham, gravemente<br />

agitándosele. Bocazas testarudo. Poseído de su hijo. Tiene razón. Algo que dejar. Si<br />

el pequeño Rudy hubiera vivido. Verle crecer. Oír su voz en la casa. Caminando al<br />

lado de Molly con traje de Eton. Mi hijo. Yo en sus ojos. Extraña impresión sería.<br />

De mí. Sólo por chiripa. Tuvo que ser aquella mañana en Raymond Terrace estando<br />

ella en la ventana mirando a los dos perros que estaban haciéndolo al lado de la<br />

pared del dejad de hacer el mal. Y el sargento con sonrisa bobalicona. Llevaba aquel<br />

vestido crema con el rasgón que no llegó a coserse nunca. Dame un achuchón,<br />

Poldy. Dios, me muero de ganas. Cómo empieza la vida.<br />

Se quedó preñada entonces. Tuvo que renunciar al concierto de Greystones. Mi<br />

hijo dentro de ella. Yo le podría haber ayudado en la vida. Podría. Haberle hecho<br />

independiente. Aprender alemán también.<br />

-¿Vamos tarde? preguntó Mr. Power.<br />

-Diez minutos, dijo Martin Cunningham, mirando el reloj.<br />

Molly. Milly. Lo mismo pero aguado. Sus tacos de marimacho. ¡Por Júpiter<br />

jorobado! ¡Rayos y truenos! Aun así, es una niña preciosa. Pronto una mujer.<br />

Mullingar. Queridísimo papi. Joven estudiante. Sí, sí: una mujer también. La vida,<br />

la vida.<br />

El coche daba violentas sacudidas, los cuatro torsos balanceándose.<br />

-Copetón nos podría haber proporcionado un cacharro más espacioso, dijo Mr.<br />

Power.<br />

-Sí que podría, dijo Mr. Dedalus, si no tuviera tanto ojo como tiene. ¿Me sigue?<br />

Cerró el ojo izquierdo. Martin Cunningham empezó a quitarse migajas de pan de<br />

debajo de los muslos.<br />

-¿Qué es esto, dijo, en el nombre del Señor? ¿Migas?<br />

-Alguien parece haber celebrado una merendola aquí recientemente, dijo Mr.<br />

Power.<br />

Todos levantaron los muslos y miraron con enojo el cuero enmohecido y sin<br />

botones de los asientos. Mr. Dedalus, arrugando la nariz, miró abajo frunciendo el<br />

ceño y dijo:

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