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James Joyce

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rodillas para que volviera cuando hubiera sentado la cabeza. Muerto no estaba.<br />

Sencillamente huido en algún lugar. El ataúd que trajeron estaba lleno de piedras.<br />

Se cambió el nombre por De Wet, el general bóer. Se equivocó al enfrentarse a los<br />

curas. Y así etcétera etcétera.<br />

De todas formas Bloom (correctamente así apodado) estaba algo sorprendido de la<br />

memoria de ellos ya que en nueve de cada diez casos se trataba de un caso de<br />

barriles de brea y no aisladamente sino por millares y luego el olvido más absoluto<br />

porque hacía veinte años y pico. Altamente improbable claro está de que hubiera ni<br />

siquiera un ápice de verdad en lo de las piedras e, incluso suponiéndolo, pensaba<br />

que un regreso era altamente desaconsejable, considerándolo bien. Algo<br />

evidentemente les sacaba de quicio en su muerte. O bien se consumió demasiado<br />

anodinamente de pulmonía aguda justo cuando sus variados y distintos planes<br />

políticos estaban cercanos a su conclusión o si ocurrió que su muerte se debió a no<br />

haberse cambiado las botas y la ropa después de una mojadura lo que le provocó un<br />

enfriamiento y habiéndose negado a consultar a un especialista y habiéndose<br />

encerrado en su habitación finalmente murió de ello en mitad de un gran<br />

desconsuelo antes de que pasaran quince días o muy posiblemente estarían<br />

deshechos al enterarse de que se les había quitado el trabajo de las manos. Claro que<br />

no estando nadie al corriente de sus movimientos incluso antes de que no hubiera<br />

absolutamente ninguna pista sobre su paradero que era decididamente del orden de<br />

Alicia, dónde estás tú incluso antes de que éste empezara a usar varios apodos como<br />

el Zorro y Stewart con lo que la observación procedente del amigo carrero podría<br />

estar dentro de los límites de lo posible. Naturalmente que entonces le preocuparía<br />

sobremanera como líder nato de hombres algo que indudablemente era y una figura<br />

sobresaliente, de un metro noventa o al menos de metro ochentaiocho u<br />

ochentainueve sin zapatos, mientras que los señores Don Nadie que, aunque no<br />

tenían ni punto de comparación con el anterior, llevaban la batuta a pesar de que sus<br />

virtudes fueran pocas y escasas. Ciertamente que aquello tenía su moraleja, el ídolo<br />

de los pies de barro, y luego setentaidós de sus hombres de confianza poniéndosele<br />

en contra despellejándose mutuamente. Y exactamente lo mismo con los asesinos.<br />

Tenías que volver. Esa sensación obsesiva que como que te atraía. Para enseñarle al

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