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libro.—Nos veremos en casa –dijo Mike–. Noolvides: número sesenta y uno.—Está bien. Gracias, Mike.Bill colgó. El propietario se apresuró a cerrar sulibro.—¿Ha encontrado dónde guardarla, amigo?—Sí.El escr<strong>it</strong>or sacó sus cheques de viajero y firmóuno de veinte. El propietario examinó las dosfirmas con un cuidado que, en circunstanciasnormales, a Bill le habría parecido insultante. Porfin, el hombre garabateó una factura de venta ymetió el cheque de viajero en su vieja registradora.Se levantó con las manos, estirándose, y se fuehacia el frente del local, zigzagueando entre lasmontañas de trastos viejos con una delicadezadistraída que a Bill le resultó fascinante.Levantó la bicicleta, la hizo girar y la llevó hastael espacio libre. Mientras Bill sujetaba el manillarpara ayudarlo, otro estremecimiento lo fustigó."Silver". "Silver". Otra vez. Tenía a "Silver" en susmanos y("castiga, exhausto, el poste tosco y recto, einsiste, infausto, que ha visto espectros")tuvo que desechar la idea porque lo hacía sentirmareado y raro.—La rueda trasera está un poco baja –dijo el1045

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