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voló. Aterrizó de espaldas y siguió deslizándose.Ben corrió nuevamente hacia él, apenas conscientede un dolor cálido en la oreja: Belch Huggins lehabía acertado con una piedra del tamaño de unapelota de golf.Henry comenzaba a incorporarse sobre lasrodillas, mareado, cuando Ben lo pateó con todassus fuerzas; su pie, calzado con bambas, dio delleno contra la cadera izquierda haciéndolo rodarde espaldas. Sus ojos lanzaron una llamarada haciael gordo.—¡A las chicas no se les arrojan piedras! –aullóBen. No recordaba haberse sentido tan enfurecidoen su vida–. ¡No sé...!De pronto vio, una llama en la mano de Henry:estaba encendiendo una cerilla. La arrimó a lagruesa mecha del M–80 y arrojó el petardo a lacara de Ben. El chico, sin pensar, lo desvió con lapalma de la mano como con un raquetazo y el M–80 volvió por donde había venido. Henry lo viollegar, abriendo los ojos, y rodó para apartarse,entre gr<strong>it</strong>os. El petardo estalló una fracción desegundo después, ennegreciendo la camisa deHenry por la espalda; parte de la tela voló por losaires.Un momento después, Ben recibió un golpe deMoose Sadler que lo arrojó de rodillas. Sudentadura se cerró contra la lengua, arrancándolesangre. Parpadeó, aturdido. Moose venía hacia él,1194

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