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it-eso-stephen-king

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de Navidad. La señora Douglas había pedido unvoluntario para que se quedara a ayudarla con elrecuento de libros devueltos antes de lasvacaciones. Ben levantó la mano.—Gracias, Ben –dijo la señora Douglas,premiándolo con una sonrisa fulgurante.—Lameculos –comentó Henry Bowers por lobajo.Era un día de <strong>eso</strong>s que, en el invierno de Maine,suelen ser los mejores y también los peores: sinnubes, luminosos hasta hacer lagrimear, pero tanfríos que intimidan. Para empeorar la bajatemperatura, soplaba un fuerte viento que daba alfrío un filo cortante.Ben contaba los libros y dictaba las cifras que laseñora Douglas anotaba sin molestarse enverificar, notó él, con orgullo; después, ambos losllevaron abajo, al depós<strong>it</strong>o, por pasillos donde losradiadores r<strong>eso</strong>naban. Al principio, la escuelahabía estado llena de ruidos: puertas de armariosmetálicos que se cerraban con violencia, el clac–ti–clac de una máquina de escribir, en la oficina; elcanto algo desafinado del orfeón, en el piso alto; elnervioso tud–tud–tud de las pelotas de baloncestoen el gimnasio y el roce de las zapatillas cuando losjugadores corrían.Poco a poco, <strong>eso</strong>s ruidos fueron cesando; porfin, cuando los libros estuvieron guardados, sóloquedó el sonido de los radiadores, el leve suish–354

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