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it-eso-stephen-king

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Contuvo el puño en el último instante, por loque Beverly perdió sólo la m<strong>it</strong>ad del aliento. Sedobló en dos, jadeando, con los ojos llenos delágrimas. El padre la miraba, impasible. Se metiólas manos ensangrentadas en los bolsillos delpantalón.—Tienes que crecer, Beverly –dijo con tonoamable y condescendiente. ¿No te parece?Ella asintió. Le palp<strong>it</strong>aba la cabeza. Lloró ensilencio. Si sollozaba, iniciando lo que su padrellamaba "gimoteos de bebé", no haría sinoenfurecerlo. Al Marsh había pasado toda su vida enDerry; a quien quisiera saberlo (y a veces a quienno tenía interés) decía que allí pensaba serenterrado, con un poco de suerte, a la edad deciento diez años. "No hay motivo para que no vivaeternamente –solía decir a Roger Aurlette, quien lecortaba el pelo una vez al mes–. No tengo vicios."—Y ahora explícate –ordenó–, y que sea breve.—Había... –Beverly tragó saliva–. Había unaaraña. Una araña grande, gorda, negra. Salió...salió arrastrándose del desagüe y... creo que volvióa meterse.—¡Ah! –El padre sonrió, como si esaexplicación lo complaciera–. ¿Era <strong>eso</strong>? Si me lohubieras dicho, Beverly, no te habría pegado.Todas las niñas tienen miedo a las arañas.¡Maldición! ¿Por qué no me lo dijiste?El se inclinó hacia el agujero; Beverly tuvo que684

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