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ciudad. Y cuando Ricky le gr<strong>it</strong>ó, casi con júbilo:"¡Señor Hanscom, menuda sorpresa! ¿Qué estáhaciendo aquí?", el señor Hanscom, había puestocara de leve desconcierto, como si no hubiera nadade raro en el hecho de que él estuviera allí.Tampoco había sido la única vez: apareció todoslos sábados durante los dos años que le llevóterminar su trabajo en la BBC. Salía de Londrescada sábado por la mañana, a las once, en elConcorde y llegaba al aeropuerto Kennedy deNueva York a las diez y cuarto de la mañana...cuarenta y cinco minutos antes de haber salido deLondres, al menos según el reloj. (Por Dios, escomo viajar en el tiempo, ¿no?, había comentadoRicky Lee, impresionado.) Una limusina loesperaba para llevarlo al aeropuerto Teterboro, deNueva Jersey, viaje que hab<strong>it</strong>ualmente consumíamenos de una hora los sábados por la mañana. Sinmayores problemas, podía estar en la cabina de suLear antes de mediodía; aterrizaba en Junkins a<strong>eso</strong> de las dos y media. Si uno iba hacia el oeste a ladebida velocidad, contaba a Ricky, el día parecíadurar una eternidad. Dormía una siesta de doshoras, pasaba una hora más con su capataz y mediacon su secretaria. Después de la cena, iba a pasaruna hora y media en La Rueda Roja.Siempre llegaba solo, siempre se sentaba en labarra y siempre se marchaba tal como habíavenido, aunque bien sabía Dios, que, en esa partede Nebraska, había muchas mujeres que habrían124

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