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hacer. Menos a esa mujer, la Polock, que tambiénes concejal. A ella habría que colgarla de las tetas.Aunque, creo que no tiene. Es más lisa que unatabla, hija de puta. Y perdone mi lengua, si usted esreligioso.—En realidad, soy religioso –dijo Bill,sonriente.—Entonces le conviene bajarse de mi taxi ymeterse en la iglesia, joder –dijo el taxista.Y los dos prorrumpieron en una carcajada.—¿Hace mucho que vive aquí? –preguntó Bill.—Toda la vida. Nací en el Hosp<strong>it</strong>al Municipal yme enterrarán en el cementerio de MonteEsperanza.—Ya –comentó Bill.El taxista carraspeó, bajó la ventanilla y escupióal aire lluvioso un escup<strong>it</strong>ajo verdoso. Su act<strong>it</strong>udera de sombrío buen humor.—El que recoja <strong>eso</strong> no tendrá que comprarchicles por una semana, joder. Y perdone milengua si usted es religioso.—No todo ha cambiado –dijo Bill. Eldeprimente desfile de bancos y aparcamientos seiba deslizando hacia atrás a medida que ascendíanpor Center. Más allá de la colina y pasando por elFirst National Bank, cobraron cierta velocidad–. ElAladdin todavía está.—Psé –reconoció el taxista–. Pero se salvó por819

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