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it-eso-stephen-king

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aja. Llevaba un camisón blanco que se henchíacomo una colmena en el busto y en las caderas. Sucara, sin maquillar, era blanca y reluciente. Parecíaasustada.—Tengo que marcharme por un tiempo –dijoEddie.—¿Cómo que tienes que irte? ¿Qué llamadatelefónica fue ésa?—Nada –dijo él, huyendo por el pasillo hacia elamplio guardarropa.Dejó en el suelo el bolso, abrió la puertaplegadiza y apartó los seis trajes negros idénticosque pendían allí, tan llamativos como una nube detormenta contra las otras ropas, más coloridas.Para trabajar usaba siempre un traje negro. Seinclinó dentro del armario, que olía a lana y anaftalina, y sacó de la parte trasera una de lasmaletas. Empezó a llenarla de ropa.La sombra de su mujer cayó sobre él.—¿Qué está pasando, Eddie? ¿Adónde vas?¡Dímelo!—No puedo decírtelo.Ella permanecía allí, observándolo, tratando depensar qué decir, qué hacer. Le cruzó la idea deempujarlo al interior del guardarropa y quedarseallí, con la espalda contra la puerta, hasta que lepasara esa locura, pero no se decidió a hacerlo. Sinembargo, le habría sido fácil: medía siete u ocho146

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