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it-eso-stephen-king

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Mientras conduce hacia el norte, por StorrowDrive, el Cadillac 84 que ha retirado de LimusinasCape Cod, Eddie Kaspbrak piensa que puedesentirse la edad de se lugar, tal vez como enninguna otra ciudad de Norteamérica. Comparadacon Londres, Boston es un niño; comparada conRoma, un bebé de pecho; pero para Norteaméricaes vieja, viejísima. Ya estaba en esas lomas hacetrescientos años, cuando nadie había pensado enimpuestos al té y a los sellos, cuando los grandespróceres aún no habían nacido.Su vetustez, su silencio y el olor neblinoso delmar: todo <strong>eso</strong> pone nervioso a Eddie. CuandoEddie está nervioso neces<strong>it</strong>a de su inhalador. Se lomete en la boca y dispara una nube de rocíorev<strong>it</strong>alizante a su garganta.Hay pocas personas en las calles por las quepasa, y sólo uno o dos peatones en los puentes paracruce; ellos desmienten la impresión de habercaído en un relato lovecraftiano, de ciudadescondenadas, demonios ancestrales y monstruos denombres impronunciables. Allí, amontonados entorno de las señales que indican paradas deautobús, hay camareras, enfermeras, empleadospúblicos, rostros desnudos y abotagados por elsueño."Así me gusta –piensa Eddie, pasando bajo uncartel que reza: "Puente Tobin"–. Así me gusta:limítense a los autobuses. Olvídense del metro. Los490

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