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llamado ni dónde pensaba ir, porque ella no iba a ira ninguna parte. No era <strong>eso</strong> lo que le taladraba lacabeza, torpe y dolorida por el exc<strong>eso</strong> de cerveza yla falta de sueño.Era el cigarrillo.Se suponía que ella se había deshecho de todoslos paquetes. Pero en ese momento exhibía laprueba de que no era así. Y como aún no habíavisto a Tom de pie en el umbral de la puerta, él seperm<strong>it</strong>ió el placer de recordar las dos noches enque se había asegurado el completo dominio de esamujer.—No quiero verte fumar nunca más –le habíadicho cuando volvían a casa desde una fiesta enLake Forest. Había sido en octubre, en otoño–. Enlas fiestas y en la oficina no tengo más remedio queaguantarme esa mierda, pero cuando estoy contigono tengo por qué tragármela. ¿Sabes qué sensaciónme da? Te lo voy a decir: es como tener quecomerse los mocos de otro.Esperaba que <strong>eso</strong> provocara alguna leve chispade protesta, pero ella se había lim<strong>it</strong>ado a mirarlo,tímida, ansiosa de agradar. Su voz sonó grave,mansa, obediente:—Está bien, Tom.—Tira <strong>eso</strong>, entonces.Ella lo hizo. Tom estuvo de buen humordurante el resto de la noche.185

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