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narigona, que Stanley no es sino un judío narigón.Es contable, claro, los judíos tienen cabeza para losnúmeros. Tuvimos que dejarlos entrar en el clubcampestre en 1981, cuando ese ginecólogo narigónnos ganó el juicio, pero nos reímos de ello; oh,cómo reímos." Oía entonces el crep<strong>it</strong>ar de lagravilla fantasmal y pensaba: "¡Sirena, sirena!"Entonces el odio y la vergüenza volvían entropel como una migraña y ella desesperaba, nosólo de ella misma sino de toda la raza humana.Hombres–lobo. El libro de Denbrough, el que ellahabía dejado sin leer, trataba de hombres–lobo.¿Qué podía saber de hombres–lobo un hombrecomo ése?Sin embargo, casi siempre se sentía mejor.Sentía que ella era mejor. Amaba a su marido,amaba su casa y, hab<strong>it</strong>ualmente, podía amarse a símisma y a su vida. Les iba bien. No siempre habíasido así, por supuesto. Ante su compromiso conStanley, sus padres se habían sentido a un tiempoenfadados y tristes. Lo había conocido en unafiesta del club univers<strong>it</strong>ario. Stanley había llegadodesde la Universidad de Nueva York, en la que erabecario. Los había presentado un amigo común y alfinal de la velada ella tuvo la sospecha de que sehabía enamorado de él. Hacia las vacaciones deinvierno, ya estaba segura. Cuando llegó laprimavera y Stanley le ofreció un pequeño anillo debrillantes al que había ensartado una margar<strong>it</strong>a,ella lo aceptó.73

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