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dos veces e hizo una señal de asentimiento con lacabeza. Luego miró a Ricky Lee y sonrió. Ya notenía los ojos enrojecidos.—El resultado es el que ellos decían. Uno estátan preocupado por la nariz que ni siquiera sientelo que está bajando por la garganta.—Usted se ha vuelto loco, señor Hanscom –dijoRicky Lee.—¿Apostarías tu pellejo? ¿Recuerdas esa frase,Ricky Lee? La decíamos cuando éramos pequeños,¿verdad? "Apuesto mi pellejo". ¿Nunca te dije queyo era gordo?—No, señor, nunca –susurró Ricky Lee. Yaestaba convencido de que el señor Hanscom habíarecibido una noticia tan horrible que lo habíavuelto loco... al menos trans<strong>it</strong>oriamente.—Era una bola de grasa. Nunca jugaba albéisbol ni al baloncesto. Si jugábamos a cogernos,era el primero que atrapaban. Vivía tropezandoconmigo mismo. Era gordo, ya lo creo. Y en miciudad natal había unos tíos que la tomabansiempre conmigo. Había un individuo llamadoReginald Huggins, al que todo el mundo llamabaBelch (eructo). Y otro que se llamaba Victor Criss yalgunos más. Pero el verdadero cerebro era un talHenry Bowers. Si alguna vez pisó este mundo unchico auténticamente malo, Ricky Lee, ese fueHenry Bowers. Yo no era el único con quien latomaba. El problema era que yo no podía correr131

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