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suficiente, decía Will, para manejar una azada ydistinguir entre la hierba y las plantas deguisantes). Cada año se le asignaba otro uno porciento; pasado el día de Acción de Gracias, Willcomputaba los beneficios de la granja y deducía laparte de Mike. Pero el chico nunca veía un centavode ese dinero, pues él se lo depos<strong>it</strong>aba en su cuentade ahorros para la universidad, y no se tocaría bajoninguna circunstancia.Al fin llegaba el día en que Normie Sadlervolvía a su casa con su cosecha de patatas. Porentonces, el aire habría tomado un tono gris yhabría escarcha en las calabazas anaranjadasapiladas a un lado del granero. Mike, de pie en elpatio, con la nariz roja y las manos sucias metidasen los bolsillos del vaquero, contemplaba a supadre, que llevaba al granero el Ford A y después eltractor. Pensaba: "Nos estamos preparando paradormir otra vez. La primavera desapareció. Elverano se fue. La cosecha terminó." Sólo quedabaen ese momento el extremo abotargado del otoño:árboles desnudos, tierra congelada, un encaje dehielo en las orillas del Kenduskeag. En lossembrados, los cuervos se posaban a veces en loshombros de Moe, Larry y Curly y se quedaban todoel tiempo que desearan: los espantajos estabanmudos, desprovistos de amenaza.El final de un año más no horrorizaba a Mike (alos nueve y diez años era aún demasiado jovencomo para hacer metáforas mortales), porque462

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