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dificultosa, sujetó su inhalador.Beverly tuvo que contenerse para no romperotra vez a llorar. No quería hacerlo; temía que ellosla descartaran como a cualquier otra chica. Perotuvo que aferrar el pomo de la puerta hasta queuna oleada de confianza la reconfortó. Hasta esemomento no se había dado cuenta de lo segura queestaba de estar volviéndose loca, teniendoalucinaciones, o algo así.—Y tus padres no la vieron –se maravilló Ben.Tocó una salpicadura de sangre que se habíasecado en el lavabo, apartó la mano de inmediato yse la limpió en el faldón de la camisa–. Caray...—No sé cómo voy a hacer para volver a entraraquí –dijo Beverly–, a lavarme los dientes o... yame entienden.—Bueno, ¿por qué no limpiamos esto? –preguntó Stanley, de pronto. Beverly lo miró.—¿Limpiar?—Claro. Tal vez no podamos dejar muy limpioel empapelado; está en las últimas, como quiendice. Pero sí podríamos sacar el resto. ¿Tienestrapos?—Bajo el fregadero de la cocina –dijo Beverly–.Pero si los usamos, mi madre va a preguntar porellos.—Tengo cincuenta centavos –dijo Stan. Susojos no se apartaban de la sangre que había708

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