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triunfalmente a la enfermera, como si se leabsolviera de una acusación criminal–. Mi hijotiene asma –dijo–. Es grave, pero él se las arreglamaravillosamente.—Qué bien –repuso la enfermera secamente.La madre manipuló el inhalador para que élpudiese inhalar. Un momento después, el médicoreconoció el brazo roto. Lo hizo con tanta suavidadcomo le era posible, pero aun así el dolor fuehorrible. Eddie quería gr<strong>it</strong>ar, pero apretó losdientes para contenerse. Temía que si gr<strong>it</strong>aba sumadre hiciese lo mismo. El sudor le asomó a lafrente, en gruesas gotas.—¡Le está haciendo daño! –exclamó la señoraKaspbrak–. ¡Estoy segura! ¡No hay ningunanecesidad! ¡Basta! ¡No tiene por qué hacerle daño!¡Es un niño muy delicado!Eddie vio que la enfermera clavaba una miradaairada en la cara preocupada del doctor Handor. Yvio la muda conversación que transcurría entreellos. "Saque a esta mujer de aquí, doctor." Y en losojos sombríos de él: "No puedo. No me atrevo."Dentro del dolor había una gran claridad (sibien, Eddie no habría deseado experimentarla confrecuencia; el precio era demasiado alto). En esaconversación sin palabras, Eddie aceptó todo loque el señor Keene le había dicho. Su inhaladorestaba lleno de agua alcanforada. El asma noestaba en su pecho sino en su cabeza. De un modo1360

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