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que estuvo a punto de perder el cinturón. Lo habríaperdido, de no ser por el lazo que lo aseguraba a supuño.Se lo arrancó de un tirón.—Nunca más trates de qu<strong>it</strong>arme nada –dijo,ronco–. ¿Me oyes? Si tratas de hacerlo otra vez, tepasarás un mes meando zumo de moras.—Basta, Tom –dijo Beverly. El tono loenfureció. Parecía un maestro hablando con unchiquillo caprichoso en el recreo–. Tengo que irme.No es broma. Ha muerto gente y hace tiempoprometí...Tom oyó muy poco de todo <strong>eso</strong>. Lanzó unaullido y se arrojó hacia ella con la cabeza gacha,lanzando el cinturón a ciegas. La golpeó una y otravez apartándola de la puerta, haciendo queretrocediera a lo largo de la pared. Más tarde, porla mañana, no podría levantar el brazo sobre losojos antes de tragarse tres tabletas de codeína,pero por el momento sólo sabía que ella lo estabadesafiando. No sólo había estado fumando: ademáshabía tratado de qu<strong>it</strong>arle el cinturón. Oh, amigos yvecinos, ella se lo había buscado. Atestiguaría anteDios que ella se lo había buscado y estaba porconseguirlo.La llevó a lo largo de la pared disparando elcinturón en una lluvia de golpes. Ella mantenía lasmanos en alto para protegerse la cara, pero el restode su persona era un blanco fácil. El cinturón201

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