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veinte de agua corriendo, inquieta, por entre lascolumnas de cemento.Cuando el Duster se les adelantó (Steve Dubaylos había visto salir del Falcon), estaban en elborde del vado.—¡Para! –aulló Telaraña Garton. Los doshombres acababan de pasar bajo una lámpara y élvio que iban de la mano. Eso lo enfureció... pero notanto como ese sombrero. La flor de papel semeneaba locamente–. ¡Para, maldición!Y Steve obedeció.Chris Unwin negaría su participación activa enlo que siguió, pero Don Hagarty contaba otra cosa.Según dijo, Garton había bajado del automóvil casiantes de que éste se detuviera; los otros dos losiguieron de inmediato. Esa noche, Adrian no tratóde mostrarse descarado ni falsamente coqueto; sedaba cuenta de que estaban metidos en un lío.—Dame ese sombrero –dijo Garton–. ¿No mehas oído, marica?—Si te lo doy, ¿nos dejarás en paz? –Adrianjadeaba de miedo. Casi llorando, paseaba la miradaentre Unwin, Dubay y Garton, aterrorizado.—¡Dámelo, coño!Adrian se lo entregó. Garton sacó una navajadel bolsillo y lo cortó en dos. Después de frotarselos trozos contra el fondillo de los vaqueros, losdejó caer y los pisoteó.53

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