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—Sí –recordó Eddie, sonriendo–. Y mesugeriste lo del batido. ¿Recuerdas <strong>eso</strong>?Ben asintió.—Si me acordé de <strong>eso</strong> –prosiguió–, fue sólo porun instante. Por entonces, en la escuela, inicié elcurso de salud y alimentación, y descubrí que sepodía comer casi toda la verdura que se deseara sinaumentar de p<strong>eso</strong>. Una noche mi madre preparóuna ensalada de lechuga, espinaca, troc<strong>it</strong>os demanzana y un sobrante de jamón. Nunca me hagustado mucho esa comida de conejos, pero comítres porciones y la alabé hasta cansarme.Eso ayudó a solucionar el problema. A mimadre no le interesaba mucho lo que yo comiera,siempre que comiera mucho. Me sepultó enensaladas. Pasé los tres años siguientes comiendoverdura. A veces tenía que mirarme al espejo paraasegurarme de que no estuvieran creciéndomeorejas y dientes de conejo.—¿Y qué pasó con el entrenador? –preguntóEddie–. ¿Entraste en el equipo de atletismo? –Tocó su inhalador, como si la idea de correr se lohubiera recordado.—Oh, sí –dijo Ben–. Los cien y los doscientosmetros. Por entonces había perdido treinta kilos ycrecido cinco centímetros, así que la gordurarestante estaba mejor distribuida. El primer día delas pruebas para la selección gané los cien metrosde largo; y también los doscientos. Entonces me849

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