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la caja y se inclinó cautelosamente hacia ella. Loque había dentro se arrastraba, tembloroso. Si elferroviario hubiera dicho que eran para él, eddiehabría dejado todo allí. Pero el hombre había dichoque se las llevase a su madre. Y Eddie, como Ben,saltaba en cuanto se mencionaba a su madre.Cogió un trozo de cuerda y ató el cajón al cestode su bicicleta.Su madre estudió el contenido con másdesconfianza que él y lanzó un alarido... más deplacer que de terror. En el cajón había cuatrograndes langostas con las pinzas abiertas concuñas. Ella las preparó como cena y se enfurruñómucho porque Eddie no quiso probarlas.—¿Qué crees que comen los Rockefeller estanoche en Bar Harbor? –preguntó–. ¿Qué crees quecenan los ricachos de Nueva York? ¿Bocadillos demermelada y mantequilla de cacahuete? ¡Comenlangosta, Eddie, igual que nosotros! Y ahora anda,prueba.Pero Eddie no quería. Al menos <strong>eso</strong> era lo quesu madre decía. Tal vez era verdad, pero él hubieradicho que no podía. No dejaba de pensar en losmovimientos dentro del cajón y en los repiqueteosde las pinzas. Ella siguió diciéndole que era unplato estupendo y que él estaba perdiéndoselohasta que el chico, jadeando, tuvo que usar suchisme. Entonces lo dejó en paz.Eddie se retiró a su hab<strong>it</strong>ación para leer. Su525

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