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la portezuela para no perder el equilibrio. Allípermaneció, con la cabeza gacha, aspirando enbreves jadeos. Por fin el mundo volvió, al menos enparte, y pudo dejarse caer en el asiento. El dolorvolvió a retorcerle las entrañas; otro poco desangre le cayó en la mano. Parecía gelatinacaliente. Echó la cabeza hacia atrás y apretó losdientes haciendo sobresalir los tendones de sucuello. El dolor empezó a ceder.La puerta se cerró sola. La luz interior se apagó.Henry vio que una de las manos putrefactas deBelch accionaba la palanca de cambios poniendo elcoche en movimiento. Los nudillos blancosbrillaban a través de la carne podrida de sus dedos.El Fury bajó por Kansas hacia Up–Mile Hill.—¿Cómo estás, Belch? –se oyó decir Henry.Era una estupidez, por supuesto. Belch nopodía estar allí, los muertos no conducen coches.Pero no se le ocurrió otra cosa.Belch no respondió. Su ojo único, hundido,estaba fijo en la carretera. Sus dientesrelumbraban enfermizamente por el agujero de lamejilla. Henry notó que Belch olía bastante mal.En verdad, olía como un canasto de tomatesblandos y acuosos.De pronto se abrió la guantera golpeando aHenry en las rodillas. A la luz del interior vio unabotella Texas Driver medio llena. La sacó y bebióun buen trago. La bebida descendió como seda1648

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