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Ponencia_Experiencia_en_el_Taller_de_arte ambiental

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ASINEA 93/ MORELIA

La participación ciudadana en los procesos de desarrollo comunitario ha sido parte

del discurso político y de la planeación urbana desde hace más de seis décadas, pero

su implementación es controversial. En 1969 Arnstein argumenta que “la idea de la

participación ciudadana es como comer espinaca: en principio, nadie se opone a ella

porque te hace bien” (p. 245) En esta línea, autores (Fagence 1977, Day 1997) han encontrado

que mediante procesos participativos los residentes de las comunidades se

empoderan, incorporan conocimientos, adquieren herramientas de gestión y participan

de forma directa en la toma de decisiones sobre la producción de su espacio (definen

prioridades y capacidades locales, métodos de intervención, así como estrategias

de gestión). Sin embargo, la participación ha sido cuestionada por su ineficiencia para

lograr objetivos relevantes y criticada por que consume recursos y hace más lentos los

procesos (Barber 1981, Stivers 1990, Day 1997).

Por otro lado, autores han demostrado como el abuso de la noción principalmente en

el discurso político ha diluido su credibilidad (Simrell King et al 1998, Putnam

2000, Innes and Booher 2004). En efecto, Arnstein (1969) nos demuestra, a través de la

analogía de una escalera, como la participación tiene diferentes “peldaños”, desde la

manipulación hasta el control ciudadano. La guía para el desarrollo sustentable (2011)

redefine estas escalas, partiendo de la pasividad, suministro de información, participación

por consulta, por incentivos, funcional, interactiva y finalmente autodesarrollo. A

lo largo de estas escalas las comunidades se involucran de manera cada vez más activa

hasta llegar al aurodesarrollo, es decir, a un punto en el que no necesitan de agentes

externos para organizarse y desarrollar iniciativas. En este punto, agentes externos

colaboran como asesores o socios y no como promotores de los proyectos.

Si bien el autodesarrollo es la escala de participación deseable, esta depende de la

organización de la comunidad, de las capacidades locales y de su capital social.

El capital social se refiere a “características particulares de la organización social tales

como redes, normas y lazos de confianza que facilitan la coordinación y cooperación

en beneficio mutuo” (Putnam, 1995:67). En otras palabras, el capital social permite a

las comunidades auto-mejorarse independientemente del estado o de otros actores

externos (Roseland, 2000). Una comunidad con un capital social denso será capaz de

generar y conducirse de acuerdo a normas de reciprocidad fortaleciendo los lazos de

confianza, trabajar en conjunto y negociar soluciones a problemas colectivos y finalmente,

será capaz de fomentar una conciencia en sus miembros en la que se priorice

el interés colectivo sobre el individual (Putnam, 1995).

En comunidades con un capital social pobre, los procesos participativos generalmente

requieren de la colaboración de múltiples actores, tanto endógenos como exógenos

que aporten recursos (materiales, técnicos, humanos) y trabajen con las comunidades

hacia el autodesarrollo. En este sentido, el rol de las instituciones educativas, como

entes a-políticos, ricos en capital humano y técnico ha demostrado ser clave en proce-

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