Libro de Actas del Congreso Regional de la Cátedra ... - UNGS

imaginariamente y convertirse en el “aparato óptico” dominante de realidad. Esta idea,
sugerida ya por Macedonio Fernández en la invasión a Buenos Aires que planean los
personajes del Museo de la Novela de la Eterna (1967), se sustenta en la metáfora de
la máquina que admite dos modos de funcionamiento: uno sumiso, sedentario o
museístico en el sentido tradicional del término, controlado, regular, el que procrea
relatos eficientes a los intereses del Estado e inauguran un orden (incompleto) de
realidad; y otro desobediente, nomádico, proliferante e irregular, que genera
clandestinamente una serie de relatos que, en la trama de su ficcionalidad, filtran datos
de realidad que fisuran la pretensión monolítica de verdad del relato oficial.
Este entramado de relatos en el que pugnan versiones oficiales con otras
clandestinas (homóloga a la imagen de una constelación mítica) puede ser pensado en
Piglia también a partir de la metáfora del laberinto. La imagen de un laberinto arbóreo
monocentrado que pareciera proyectarse desde el Museo donde el orden represivo ha
confinado a la Máquina, se muestra insuficiente al análisis si interpretamos que ese
laberinto se traslada, se entrecruza, hace rizoma incluso a medida que esa máquina se
“avería” y empieza a incorporar datos de la realidad. La ficción no servil se traslada
(nuevamente la operación metafórica) hacia un territorio de la impugnación extrema de
cuño utópico, metaforizado en el espacio de la Isla: enfrentada a la ciudad, cobra
relieve la posibilidad de una isla desierta en el delta del Paraná en cuya playa una
máquina olvidada relata indefinidamente todas las historias posibles de la ciudad. El
centro del laberinto se descentra, corrimiento que la novela asegura a través del
incesante viaje del héroe (y del lector) a través de esos relatos que se intercalan en la
novela: “Entraba y salía de los relatos, se movía por la ciudad, buscaba orientarse en
esa trama de esperas y postergaciones de la que ya no podía salir (…) Viajó de un
lado al otro, cruzando las historias, y se movió en varios registros a la vez (Piglia,
1992: 91).
El tercer y último ejemplo es un pasaje de la novela de Tomás Eloy Martínez, El
cantor de tango (2004), en donde se narra la vivencia de un estudiante de doctorado
norteamericano, Bruno Cadogan, que visita Buenos Aires durante los últimos meses
de 2001 y principios de 2002 con el pretexto de elaborar una disertación sobre Borges
y el tango pero con la verdadera intención de poder conocer a Julio Martel, un errático
cantor de tango que, según le han dicho, canta mejor que Gardel. A las peripecias de
esos meses convulsionados en la Argentina se suma la propia confusión de
informaciones contradictorias, rumores y desencuentros tras los pasos de Martel. En
ese tránsito, Buenos Aires gana un espesor mitológico que procrea laberintos, mundos
de ultratumba, oráculos y otros espacios en el seno mismo de la ciudad cotidiana.
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